Nacido y criado en un pequeño pueblo mexicano, el ‘Doctor Q’, como es conocido entre sus pacientes y colegas, pasó de cruzar ilegalmente la frontera que separa a México de Estados Unidos a convertirse en la cabeza del Departamento de Neurocirugía de la Clínica Mayo, la más importante del mundo.
Por Dan Lerner // Foto de Camila Rodrigo
Alfredo Quiñones-Hinojosa es un hombre de baja estatura, vestido pulcramente con un terno azul, un chaleco que parece ser de seda y una corbata de colores. Ni bien cruza el umbral de la sala donde sostenía una reunión, decenas de personas se aglomeran a su alrededor. Una periodista de un medio televisivo, micrófono en mano, le hace una pregunta, un poco atropelladamente, y él, en medio de su respuesta, se interrumpe. Se ha cruzado con una ex paciente. Al verla, se le iluminan los ojos, sonríe ampliamente y la abraza con un cariño indisimulable. Conversan, ríen, se vuelven a abrazar.
Una vez en el ascensor que nos llevará al sexto piso de la Clínica Delgado, a la sala donde conversaremos, el ‘Doctor Q’, como lo conocen sus pacientes y colegas, no deja de hacer bromas. Todos ríen al ritmo de sus ocurrencias, todas pronunciadas con un acento mexicano inconfundible y acompañadas de una risa tan natural como contagiosa. Antes de sentarnos a charlar, el Doctor Q, como si no se tratara de uno de los neurocirujanos más respetados del mundo, saca su celular y me pide una selfie para mostrarle a sus hijos. Como si yo fuera alguien. Como si él no fuera nadie.
Alfredo Quiñones-Hinojosa nació en un pueblo en las afueras de Mexicali, cerca de Baja California, en México. Sus primeros años transcurrieron en una pequeña comunidad agraria, donde llevó una vida humilde. “Mis padres no tenían mucho, por no decir que tenían muy poquito”, dice el Doctor Q. “Pero lo que parece ser una situación difícil terminó siendo una de las bendiciones más grandes que me ha dado la vida. Por eso estoy aquí, porque sé cuáles son mis raíces, y porque mi trayectoria ha estado llena de aventuras”, agrega.
A los diecinueve años, Alfredo Quiñones-Hinojosa decidió que era hora de cambiar su vida, de llegar más lejos. Con esa meta, cruzó la frontera que separa a México de los Estados Unidos, pero la policía lo atrapó y lo devolvió. Sin embargo, para él estaba claro que no había vuelta atrás, así que volvió a treparse y esta vez tuvo éxito. Ya en Fresno, California, hizo un poco de todo: trabajó de jornalero, fue pintor y soldador. Dos años después se enfrentó a la muerte tras caer en el fondo de un tanque de petróleo. Un médico lo salvó, y el propio Doctor Q confiesa que eso le cambió la vida: “Me sentí identificado con el doctor que se encargó de mí: me di cuenta de que había la oportunidad de conectarse espiritualmente con las personas”, comenta.
El gran salto
Tras dedicarse por años a pequeños trabajos muy mal remunerados, durante los cuales se las arregló para leer y enseñar estadística a cambio de clases de inglés, el Doctor Q consiguió una beca para estudiar Psicología en la UC Berkeley, una de las mejores universidades del país. Ahí fue donde conoció a Joe Martínez, del Departamento de Neurobiología, y donde nacería su pasión por el cerebro, que lo llevaría a ser uno de los especialistas más respetados del mundo. “El cerebro es la frontera inexplorada. Tenemos más conexiones y sinapsis en el cerebro que estrellas en la galaxia. Es algo fascinante. De pequeñito miraba las estrellas porque nos acostábamos en el techo de nuestra casa por el calor, y soñaba, y pienso que desde entonces se me quedó esa fantasía”, cuenta el Doctor Q.
Después de UC Berkeley, llegó a la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard, quizás la más importante a nivel mundial, donde empezó a distinguirse no solo como un gran proyecto de doctor, sino también por sus labores sociales y por su capacidad de conectar con la gente. Tras su residencia posdoctoral en San Francisco, donde Quiñones-Hinojosa se convirtió ya en un neurocirujano a carta cabal, llegó a Johns Hopkins, uno de los hospitales y centros de formación de medicina más prestigiosos, donde fue profesor asociado de Cirugía Neurológica, profesor asociado de Oncología, director del Programa de Cirugía de Tumores Cerebrales en el Johns Hopkins Bayview Medical Center, y director del Programa de Cirugía Pituitaria.
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