La escritora peruana cuenta los episodios más intensos de su vida en su reciente libro “Memorias de una transgresora”: su niñez en un internado de Lausanne, las espléndidas fiestas al lado de los ‘happy few’ en St. Moritz, sus emprendimientos en Ginebra y Nueva York, los dramáticos eventos de Madrid, los años dorados en París y su bucólico presente en la Patagonia argentina, donde cultiva rosales por las mañanas y escribe por las tardes. Por las páginas de su autobiografía desfilan el Sha de Persia, Marella Agnelli, Stavros Niarchos, Tina Onassis, Gunter Sachs, Freddy Heineken, Ron Perelman, el rey Juan Carlos, los Pérez de Cuéllar y, por supuesto, Manuel Ulloa.

Por Renato Velásquez Fotos Sandra Elías

Una vida de novela

Una mujer que cuenta su vida es siempre un pez fuera del agua. “Fui la primera integrante de mi familia en escribir ficción, y ahora soy la primera en publicar una autobiografía”, informa Maki Miró Quesada. Si bien sus anteriores libros, “De París a la Patagonia” (Planeta, 2011) y “Social Climbing” (Planeta, 2014), están inspirados en episodios reales, ahora Maki ha decidido contarlo todo con pelos y señales, con nombres y apellidos.

Aquí están su infancia en palacios de cristal de Lima y Panamá, su glamorosa juventud con los ‘happy few’ de St. Moritz, el amor después del amor entre los rascacielos de Manhattan, los hospitales madrileños, un departamento con vista a los Champs-Élysées de París y su refugio (¿final?) en un encantador y salvaje pueblo de la Patagonia. Y, entretanto, una vuelta y media alrededor del mundo trabajando para Ron Perelman (el legendario dueño de Revlon), bailes en el Corviglia Club junto al sah de Persia, Gloria Guinness, Gunter Sachs y Marella Agnelli, servicios diplomáticos al lado de Javier y Marcela Pérez de Cuéllar en Francia, disputas e intrigas al interior del conglomerado de medios más importante del país y una reivindicación personal ante lo que la entrevistada considera que fue un injusto cargamontón en su contra cuando PPK decidió nombrarla embajadora peruana en Argentina.

En el bautizo de su hermana menor, en Panamá, junto con sus padres Enrique y Pachis Miró Quesada.

¿Cuál crees que fue tu primera transgresión?
La cometí a los 14 años, cuando decidí no ir con mis padres a esa infancia protegida de Panamá, sino optar por un internado en Suiza. Y eso fue transgredir la vida predeterminada que tenían preparada para mí.

¿Por qué preferiste un internado a tu casa?
Pronto comprendí que vivía entre muros, y que esos muros no eran solamente físicos, sino que eran de una sociedad que me iba a mantener encerrada. Mi familia era buenísima, no me faltaba nada y tenía un entorno superseguro… pero yo quería ser libre, y solo podía serlo fuera de ahí. Y me voy a este colegio internado en Europa sin uniforme, sin monjas, con chicas de todas las edades viviendo juntas, ¡saliendo al pueblo de Lausanne! Todo eso era impensable en la Lima de mi época. Yo tenía una nana que me acompañaba a todas partes: al cumpleaños, a la casa de fulanito, etc. No iba a un parque público nunca. La gente que tenía la suerte de contar con un jardín privado criaba a sus hijos dentro de ese jardín… Había mucha ausencia de libertad.

Anteriormente, ha publicado dos libros: “De París a la Patagonia” (2011) y “Social Climbing” (2014). “Siento que soy una escritora seria, porque me tomo muy en serio lo que hago. Me gustaría que me juzgaran por el valor literario de mi obra”, dice Maki. Fotografía: Sandra Elías.

¿Qué aprendiste en Lausanne?
A creer en mí misma, y esa es la piedra de toque de todo lo que te va a pasar en la vida. Si alguien no cree en ti, e instala esa confianza en tu interior y tú la adoptas y la haces tuya, muy pocas cosas son posibles. Y mis padres no modificaban su forma de pensar a medida que yo iba modificando la mía. Ellos ya estaban formados: para mi padre, que una mujer siguiera estudiando hasta una edad X era un disparate. Suficiente que estudiara lo necesario para llevar la casa.

¿Cómo era tu papá?
Había nacido en el año 10. Después de la Primera Guerra, cuando él tenía 9, se fue a vivir una década con su familia a Europa. Se educa en Francia hasta los 20 o 21 años, y vuelve con su hermano menor en un barco a vapor. Su padre, mi abuelo, era director del diario “El Comercio” y senador por Lima, y poco tiempo después un aprista lo mató, a él y a su mujer, cuando atravesaban la plaza San Martín. Él se había criado con otros códigos. El del honor, por ejemplo. Mi papá se batió a duelo con varios. Era campeón de esgrima latinoamericano, y cuando había que batirse para defender a la familia lo mandaban a él. Y la Iglesia excomulgaba a los que hacían esas cosas (risas).

Además, estaba muy bien contactado internacionalmente, ¿no es así?
El jet set lo cambió todo: el mundo comenzó a moverse a otra velocidad y también a otro costo.
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Antes de eso, existían los ‘happy few’, un grupo muy reducido que se encontraba en algunos lugares de su preferencia. Mi padre tuvo ingreso a St. Moritz porque su hermano mayor estaba casado con una señora de mucho dinero: Enriqueta Pardo (peruana, dueña de la hacienda Tumán durante el boom del azúcar). Ellos vivían en París e invernaban en St. Moritz porque les encantaba el esquí, y un año invitaron a mi mamá y a mi papá. Se aficionaron a la nieve y a ese círculo social cosmopolita que los recibió bastante bien.

Los Alpes suizos

¿Te deslumbró St. Moritz?
Sabía que mi vida verdadera estaba en Panamá, y St. Moritz era como ver una película. Pero nunca me sentí distinta: Si eres Gianni Agnelli, te juntas con quien quieres sin ningún interés, y mi mamá y mi papá le cayeron simpáticos. Y los hijos nos hicimos amigos de sus hijos. Claro, yo no era consciente de que Carlitos Alba era hijo del duque de Alba: para mí era el gordito al que le hacíamos un poco de bullying. A los 11 o 12 años no te das cuenta. Mi hermanita era íntima del chiquito Onassis (Alexander), que se mató, porque esquiaban juntos…

¿Tus papás se codeaban con el Sha de Persia y toda esa élite que visitaba el Corviglia Club?
Totalmente. Hay una anécdota muy bonita que se la atribuyo a un personaje en “Social Climbing”, pero que en realidad le sucedió a mi hermana, que era una rubia con los ojos enormes, y esquiaba como una diosa. Un día mi mamá es abordada en el hotel Palace por una señora completamente vestida de negro que le dice: “Su majestad imperial, el Sha de Persia, quiere invitar a su hija a tomar el té mañana en Suvretta House”. “¡Ah, caramba!”, dijo mi madre. “Mañana la pasamos a recoger a las cinco en un coche”, informó la mujer. Nos enteramos de que la esposa del Sha estaba en Zúrich, y mi mamá salió muy bien del paso porque, cuando la señora llamó al Corviglia, le dijo: “Dígale al sah que estamos honradísimos. Para mi esposo y para mí es un honor que se haya fijado en nuestra hija. Pero en el Perú somos como en Persia: las chicas solteras no pueden ir a ningún lugar sin su madre y su padre. Entonces, si quiere que vaya a Suvretta House, tiene que ir con nosotros”. Nunca se volvió a hablar del tema. Y siempre le digo a mi hermana: “Si ibas a tomar ese té, te daban algo y después aparecías en Teherán y nadie te sacaba de allí”. A mí no me impresionaba mucho ese entorno. Me gustaba, pero no me impresionaba.

A mí sí me impresiona, porque por tus libros desfilan varios de los cisnes de Truman Capote.
Yo comía con Marella Agnelli, y mi papá con Tina Onassis tenía una relación muy cercana (él adoraba a las rubias, y por eso sentía más debilidad por mi hermana que por mí), y ella seguía su coqueteo… También conocía a la otra hermana, Eugenia Niarchos.
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Tengo fotos en mil bailes con Stavros Niarchos, yo con 17 o 18 años, porque, a diferencia de la sociedad latinoamericana donde todo está muy compartimentado, allá a los 16 pasabas bruscamente de ser niña a mujer.

Con Mariano Hugo, príncipe de Windisch-Graetz, en la gala por el Golden Jubilee del Corviglia Club, en el Palace Hotel de St. Moritz.

Al igual que el personaje de “Social Climbing”, ¿tu hermana ganó la copa de esquí?
Mi hermana ganó varias cosas: la Copa Agnelli cuando era muy pequeña, tenía 12, y fue Glamour Girl del Corviglia. Está entre Christina Onassis y Carolina de Mónaco, quienes también lo fueron. Pero no era solo un concurso de belleza, sino también de simpatía y de buena esquiadora. Cuando a Christina, la hija de Onassis, la postularon, la pobre era gordita, no era bonita, esquiaba regular nomás, y a mi mamá le daba pena. Así que agarró a todos los latinoamericanos y les dijo: “Tenemos que votar por Christina”. Y ella salió con los votos de los mexicanos, colombianos, argentinos y los cuatro peruanos. Y Tina estaba muy agradecida con mi mamá. Pero ahora la cosa cambió. Las últimas Glamour Girls son Valeria Mazza, Naomi Campbell… Ya no tiene nada que ver con esa cosa más íntima. Ahora es más billete, todo es full sponsor.

¿Cómo eran esas fiestas?
Fabulosas. Entre los 16 y los 20 años fui a muchas fiestas: servían un caviar color oro que ya no hay porque mataron a todos los esturiones de Persia. Le decían “las perlas del Sha”. Recuerdo cuando Thyssen organizó el Baile del Jubileo del Corviglia: todos en blanco, azul y rojo, los colores del Corviglia. Espectacular. No había un solo paparazzo. Había Max Photos, un suizito al cual al día siguiente ibas a su estudio y te revelaba las imágenes. Tengo álbumes de Max. ¡Nadie tenía guardaespaldas! Hoy esa gente llega en jet privado con diez guardaespaldas. St. Moritz está más caro que nunca, y menos elegante que nunca. Valeria Mazza no es Marella Agnelli. Pero lo que me da pena es que esos cuatro o cinco años de mi vida me ponen un estigma: el de una socialité.

¿Qué te parece el término?
En el Perú, bien despectivo. Es cabeza hueca, frívola, no se le cae una idea, arrogante, racista, todo eso viene envuelto en el paquetito. No me identifico con eso para nada. Siento que soy una escritora seria, porque me tomo muy en serio lo que hago. Me gustaría que me juzgaran por el valor literario de mi obra.

¿Qué opina tu familia de tu vocación de escritora?
De mi familia tengo cero apoyo; ellos no me apoyan para que sea escritora. No les interesa mucho. Tengo una relación complicada con ellos. En el fondo, no saben cómo tratarme: me sienten demasiado distinta, no tenemos mucho en común.

¿Qué te dijo Vargas Llosa de tu libro?
Se lo mandé a través de su secretaria. “Es el tercero que escribo, pero el primero que me atrevo a poner en tus manos”, le dije. Y me envió un correo de este porte: lo había leído y analizado. Él considera que tiene demasiados adjetivos. Pero le trasladé el comentario a mi editora y me dijo: “Él quiere que escribas a su manera, pero tú tienes tu propio estilo, así que no cambies. Él pone demasiados adverbios, por ejemplo”. “Para eso estamos los viejos, para criticar”, me escribió todo coquetón Vargas Llosa, como si él fuera mucho mayor que yo, “pero esta crítica no se la hago a mi amiga, sino a mi colega escritora”. Cuando leí eso, que me trataba como a su colega escritora, me dije: “Ya puedo morir feliz”. Y después recibí otro correo largo de PPK, que me felicitaba mucho por el libro, le parecía muy bueno.
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La parte de Manuel Ulloa le había tocado hondo. Además, me agradecía que lo hubiera tratado con tanta generosidad.

Con Manuel Ulloa frente al restaurante Harry Cipriani, en la Quinta Avenida, Nueva York

¿Qué significó para ti Manuel Ulloa?
El encuentro más importante de mi vida. Manuel me hizo recuperar la confianza en mí, que había perdido cuando volví a Lima e intenté integrarme a la sociedad de acá. Todo ese afán de independencia, de pensar por mí misma, lo había abandonado, porque en Lima con eso no iba a ninguna parte. En esos años se erosiona todo eso para que me acepten. Yo me olvidé de quién era, y Manuel me lo recordó. Ahora estoy felizmente casada con Thierry, un belga maravilloso que algunas personas dicen que se parece un poco a Manuel, y es verdad: tienen algunos gestos en común.

La ciudad de la Luz

Cuéntame de París, donde viviste catorce años…
Fue una experiencia muy enriquecedora. Mi departamento estaba frente al puente que lleva a la Torre Eiffel, donde se mató Lady Di. Desde mis cinco ventanas se veía la Torre Eiffel. Estaba metida dentro de la casa. Y a cada hora hacía juegos de luces doradas, hasta que se apagaba a la 1 a.m. Y yo siempre bromeaba diciendo que la tenía contratada para que brillara a cada hora. Di cualquier cantidad de comidas, una de ellas para 48 personas, que después no sabía dónde meter. Desarmé mi cama y en el dormitorio metí tres mesas. Cociné tres días seguidos: coq au vin, ensalada de lentejas, cuscús y tomates con menta y balsámico.

En París trabajaste para Ron Perelman, el dueño de Revlon.
Perelman era un hombre inmensamente rico, un personaje muy importante en Nueva York, coleccionista, presidente del directorio del Guggenheim, pero muy complicado. Le di más gustos que disgustos, pero no siempre pude complacerlo, porque a veces sus exigencias eran imposibles.

Navegando a bordo del Ultima III del empresario Ron Perelman.

¿Qué era irrealizable para un hombre que tenía tanto dinero?
Pretendía, con un séquito de once personas más una niñita de 2 años, la mejor mesa en la brasserie de Alain Ducasse. Y yo fui con quinientos euros, y el jefe de salón me dijo: “Usted me puede dar cinco mil euros, pero yo no puedo recibir una mesa con tanta gente”. Y no me daban un límite para conseguir lo que él quería. Cuando me contrataron, me dijeron: “Recuerda que tú estás en el negocio de gastar dinero, no en el de hacer dinero. Gasta lo que sea necesario para obtener todo lo que el señor Perelman desea”.

¿Qué hacías exactamente?
Él vivía en Nueva York y yo en París, pero venía frecuentemente porque adoraba Europa. A mí me avisaban (con una semana de anticipación o unas horas): “Estamos llegando a las siete de la mañana al aeropuerto Le Bourget”. Tenía que estar con los tres Mercedes en la pista de aterrizaje, con los faros puestos, la calefacción encendida, esperando el avión, habiendo chequeado que las suites del Ritz estuvieran listas: él tenía su propio colchón en el depósito, sábanas, almohadas… Entonces yo tenía siete personas en la suite poniendo las flores que él quería, las bebidas que quería, el chocolate que comía, los habanos (seis, nunca siete, nunca cinco), etc.

La vida en el sur

¿Por qué ahora has elegido la Patagonia como tu hogar?
Todos los lugares donde he vivido los he elegido con mi corazón. Llevaba catorce años en París. El sistema francés es maravilloso para algunas cosas, pero para otras es pesado. Una nueva pareja necesita un horizonte nuevo, distinto. Mi esposo (Thierry) es belga de Amberes, ha vivido en París toda su vida, pero es más aventurero que yo. Fuimos a ver a mi hermana una Navidad –ella vive en Argentina–, y me dice: “Estuve en la Patagonia y en este pueblito (San Martín de los Andes) que es el paraíso terrenal. ¿Por qué no hacemos un par de chalets y vamos en invierno a esquiar?”. “¡Ya, pues!”, contesté. Fuimos con Thierry y vimos una propiedad que es un campo: tiene dos ríos, bosque… Y dijimos: “Aquí es. Compramos”.

¿Cómo es tu vida en la Patagonia?
Muy ‘tranqui’. Me ocupo de mi huerta. He plantado trescientos rosales (es que el paisaje es tan grande que si siembro menos no se ve por la inmensidad del espacio). Es casi como vivir en el mar: el horizonte es infinito. Tengo un invernadero para los tomates. Cultivo lechugas, cebollas, puerros, hierbas aromáticas, rúcula, zanahoria, berenjena, y frutales: cerezas, manzanas, peras, membrillos y un campo grande de frambuesas. Y con eso es suficiente.

Maki vive en la Patagonia, donde se ocupa de su huerta. “He plantado trescientos rosales. Es casi como vivir en el mar: el horizonte es infinito”. Fotografía: Sandra Elías.

¿Cómo es tu relación con Lima?
Veo muy poca gente, cinco amigas. Hoy ceno con mi hijo y su novia. Le encanta Lima. Su novia es una chica de La Perla, morena, estupenda, y él es rubio con ojos azules: hacen una pareja preciosa.

Algunos de los personajes que aparecen en los libros de Capote al final se molestaron con él y le quitaron la palabra. ¿Te ha pasado algo parecido?
Álvaro Lasso, mi editor, me dijo: “Maki, ¿eres consciente de que después de este libro muchos integrantes de tu familia ya no te van a invitar a almorzar?”. “Mira, Álvaro, no me invitan a almorzar nunca, así que no creo que vaya a cambiar gran cosa”, le contesté en broma. Espero que no se molesten; yo me molestaría si hubiera algo que no fuera verdad… Hay cuatro o cinco personas de mi familia que me han comentado que les pareció estupendo. Y tengo cien wasaps en los que me han dicho: “Maki, lo leí en dos días”; “lo leí en un viaje de avión”. Nadie me ha dicho: “Esto de dónde lo sacaste” o “esto jamás pasó”. Ni una persona.