La empresaria cumplirá setenta y nueve años en plena actividad, luego de haber sido homenajeada en la gala de los Premios Summum 2019 en reconocimiento a su trayectoria. COSAS conversó con ella y sus familiares y amigos más cercanos para esbozar este imperdible perfil de una de las mujeres más queridas (y admiradas) de la sociedad limeña.
Por Renato Velásquez Fotos de Yukimi Moromisato
Memorias de la mamina
Una tranquila tarde de sábado, la temible banda Los Destructores, liderada por el sanguinario ‘Cholo Jacinto’, irrumpió en la casa sanisidrina de Marisa Guiulfo, donde un tropel de cocineros y decoradores trabajaba contrarreloj. Todos quedaron inmovilizados por el pánico y fueron reducidos por los gritos amenazadores de los delincuentes. De pronto, mientras los hampones hacían su sucio trabajo y todo el mundo temblaba preso del estupor, la voz enérgica de Marisa rompió el silencio: “Por favor, si van a robar, roben rápido. ¡Esta noche tenemos que atender tres matrimonios!”. “Y los atendimos”, recuerda Felipe, el hijo mayor de Marisa, quien estaba en la casa aquel día.
La anécdota de este terrible susto ilustra de cuerpo entero la fortaleza de una mujer que es admirada por muchos motivos: por su infatigable labor en busca del reconocimiento de la cocina tradicional peruana, por su obsesión detallista para celebrar las mejores fiestas de Lima, por su tenacidad para sacar adelante a sus cuatro hijos sola, armada, al principio, con una batidora y una creatividad sin límites.
Quienes conocen de cerca a Marisa saben que es una mujer adelantada a su época en varios aspectos. “Una mujer empoderada, muchos años antes de que a alguien se le ocurriera utilizar el término”, define su ahijada y sobrina Andrea Romero, a quien Marisa considera una hija.
A los diecinueve años, algunos sospechan que con el corazón roto, Marisa decidió irse a vivir a San Francisco, California. “No me mandaron, yo me fui”, aclara, sentada en su espléndida biblioteca, donde resalta esa mezcla de estilos decorativos que solo ella puede combinar con exquisitez.
Durante su adolescencia, había incursionado unas cuantas veces en el modelaje junto a su prima hermana Gladys Zender (nuestra Miss Universo). Fue su dama cuando Gladys fue coronada Reina de la Primavera y desfilaron juntas por la avenida Larco, y todavía hay quienes recuerdan el comercial de televisión en el que un avión Faucett despeinaba la cabellera pelirroja de Marisa.
Dejó atrás todo eso para ir en busca de lo que ella consideraba “el mundo”, y que había atisbado unos años antes, cuando sus padres se la llevaron dos meses a Europa en lugar de organizarle un quinceañero. Su padre, Luis Guiulfo, fue fundador del Partido Aprista Peruano, y durante aquel viaje se encontró en París con Víctor Raúl Haya de la Torre. “Salieron a hacer sus cosas y yo me quedé en el hotel escribiendo cartas para mis amigas, escondida en una especie de buhardilla”, recuerda Marisa. Cuando regresaron, no la encontraban por ninguna parte, por lo que Víctor Raúl la bautizó como “la femme perdue”. “Era un hombre superdivertido y culto, conocía todo. París era la avenida Arenales para él. Elegante, pero ya estaba muy gordo cuando lo conocí. Hizo que me llevaran a un cabaret, no sé si era el Pigalle o el Moulin Rouge. Mi mamá estaba escandalizada”.
El sueño americano
En San Francisco, Marisa fue hospedada por las hermanas Marisa y Pepa de las Casas, y al poco tiempo se mudó al hogar de Olga Benavides y su esposo, donde fue niñera de los dos hijos de la pareja. “Olguita estaba casada con un armenio. Regio, porque él trabajaba en un restaurante y fue quien me dio mis primeras clases de cocina”, cuenta Marisa. A través de ellos, se relacionó con un grupo de peruanos residentes allá, con quienes comenzó a salir. Al mismo tiempo, entró a trabajar al Bank of America.
Eran los años cincuenta, y San Francisco comenzaba a erigirse como uno de los epicentros de lo que más adelante se conocería como el “movimiento hippie”. Los jóvenes fumaban marihuana por las calles, surgían diversas expresiones reivindicativas de los derechos civiles y Marisa asistía a multitudinarios conciertos en los parques.
“Conocí a un montón de gente, hacíamos reuniones y un día invité a mis amigos peruanos, que querían comer butifarras. Mi mamá me mandaba cartas con las recetas, en esa época prehistórica. Fui al barrio mexicano, donde conseguí el chancho, ajíes parecidos… ¡Felices! Después querían que hiciera butifarras todos los fines de semana, y yo les vendía. Así tenía plata para comprar mis cosas”, narra Marisa. Luego quisieron seco, ají de gallina… y ella les cocinaba todo, previa visita a la oficina de correos.
Olga Benavides le presentó a su sobrino, Tomás Ossio, quien impresionó a Marisa con su buena educación, pero, sobre todo, con su manera de bailar. “Fuimos a ver a Frank Sinatra. Espectacular. Además, era fanático del box. Yo aprendí a ver box y también me encantaba. ¡Qué barbaridad!”, recuerda.
Cuando llevaban un año y medio de enamorados, Marisa regresó a Lima. Cierto día, su padre recibió una carta de Tomás en la que confesaba sus intenciones de casarse con su hija. “Pero tuvimos un problema con su papá, que no quería que se casara ni conmigo ni con nadie. Mi papá me dijo: ‘¿Para qué vamos a tener problemas con ese señor? Cásate allá’”.
Tomás Ossio y Marisa Guiulfo se casaron en St. Francis Chapel. La recepción fue en el Top of Mark, del hotel Mark Hopkins. “Lindo, lindo. Seríamos setenta personas, no más. Y de Lima, mi padre, mi madre, una tía y mi prima hermana Gladys Zender. Me encantaba San Francisco, lo pasé muy bien. Allá nació mi Felipito. Después, a Tomás lo movieron a Los Ángeles, y esa ciudad no me gustó nada. Por eso regresamos a Lima en el año 56”.
Lima: la fiesta interminable
Lamentablemente, el matrimonio duró poco. Felipe, el mayor de los cuatro hijos, recuerda que sus padres se separaron cuando él tenía nueve años, y que, en aquel entonces, Marisa ya abastecía de postres a los mejores restaurantes del centro de Lima.
Tenía un Volkswagen 1600 celeste, que utilizaba para llevar a los niños al colegio y repartir las tortas. Con esa finalidad, había retirado los asientos posteriores y en su lugar había implementado repisas. Los dos niños más corpulentos (Felipe y Álvaro) se acomodaban en el asiento del copiloto, y José Carlos, que era el más flaco, viajaba echado en una de las repisas, como una larga torta más. “Lo peor era cuando llegaban al Markham, y tenían que ver la forma de bajarse”, cuenta Marisa, entre sonrisas.
“Lo del catering comenzó porque, como yo había vivido fuera, tenía conocimiento de una serie de cosas que acá no se estilaban. Comencé a hacer baby showers, en chiquito, porque no tenía la capacidad ni la infraestructura; después, cumpleaños… El del hijo de Racso Miró Quesada fue uno de los primeros que hice. El gerente general del Banco Popular, un italiano, me encargó una comida y me preguntaba: ‘¿Sabes hacer tal cosa?’. ‘Sí’, le decía. ‘¿Y esta otra?’… ‘No hay problema’. Después llegaba a mi casa a revisar los libros de cocina. Siempre he sido muy aventada”.
José Carlos, el segundo de sus hijos, recuerda que, de pronto, la casa se convirtió en un improvisado taller. Era común encontrar la tina de baño llena de pavos macerándose, las mesas repletas de bocaditos y, cuando llegaban a su cuarto, no podían ingresar porque era el lugar donde planchaban los manteles. Tenían que irse a jugar o estudiar al parque.
Andrea, la ahijada, comenta que Marisa organizaba competencias entre los chicos: “A ver, ¿quién hace las bolas de maná más redonditas? ¿Quién es capaz de desenvolver más pirotines? ¿Quién es el campeón pelando arvejas?… De esa manera, no solo conseguía distraerlos, sino también mano de obra para sus trabajos”.
Lima, que a pesar de su tamaño siempre ha sido un pueblo pequeño movido por el boca-oreja, comenzó a pasarse la voz de que Marisa Guiulfo era la campeona incomparable a la hora de organizar banquetes. Una mujer con un gusto sublime, en cuyas manos debías poner tu celebración si querías asegurarte de que todo saliera perfecto.
La profesionalización y el crecimiento del negocio llegaron con la segunda pareja de Marisa: el boliviano Alejandro Sáenz, hijo de diplomáticos. Eduardo de las Casas, amigo íntimo de Marisa de toda la vida, lo describe así: “Era un hombre guapísimo. Elegantísimo. En invierno andaba con abrigos ingleses y guantes forrados en cashmere. Era de un refinamiento absoluto. Todo en él era perfecto. En especial, porque la ayudaba bastante. Él cocinaba maravilloso; muchos platos Marisa los sabe por él”.
Alejandro Sáenz puso un poco de orden administrativo en ese huracán de creatividad que siempre ha sido Marisa, una mujer capaz de triplicar los kilos de queso o mejorar la calidad del champán con tal de que el matrimonio saliera perfecto, sin escatimar en gastos ni pensar en presupuestos.
Una vez, una pareja de árabes le pidió un camello para su matrimonio. Marisa consiguió el camello, y hay fotos de la novia de origen libanés subida en el animal, en medio de la fiesta. En otra ocasión, una señora exigió un carrusel en medio de su jardín para celebrar el cumpleaños de su hija. Marisa alquiló una grúa para hacer aterrizar el armatoste en aquella casa de Javier Prado, porque todos esos fierros no entraban por la puerta del garaje.
Sin embargo, no era fácil ser pareja de la Guiulfo. En la sociedad machista de los años sesenta, un hombre difícilmente podía aguantar ser opacado por esa personalidad avasalladora y magnética que se escondía tras los ojos azules de Marisa, y vivir en un segundo plano. Como decía Elsa Schiaparelli: “Los hombres admiran a las mujeres poderosas, pero difícilmente las aman”.
La relación, sentimental y de negocios, con Alejandro Sáenz se disolvió, y su primogénito Felipe, que había estudiado Economía en la Universidad del Pacífico, acudió en su ayuda. “Al principio llegué para hacerme cargo del traspaso, después para organizar el negocio, y ya no pude irme nunca más. El catering tiene una dinámica que, si te gusta, te engancha. Además, estar cerca de mi madre me daba mucha adrenalina. Ella tiene una fuerza hipnotizante”, asegura Felipe, quien hoy está al frente de la empresa y es el artífice de los eventos más espectaculares de la ciudad, incluida la ceremonia de apertura de los Juegos Panamericanos.
Celebrar la vida
Los principales competidores de Marisa en los años setenta eran el Majestic, que atendía sobre todo a la colonia judía, y la señora Lucha Parodi, quien también tenía buen gusto y cierto nivel de sofisticación.
La diferencia la marcaba el ansia de innovación constante de Marisa, quien echaba mano de las referencias adquiridas durante sus innumerables viajes para crear conceptos gastronómicos y decoraciones sorprendentes. Quienes han viajado con ella son testigos de que es capaz de traer hasta siete maletas llenas de todo tipo de artefactos que le permiten elaborar alegorías de la India, la China o la latitud que el cliente imagine. Además, en una época sin internet, Marisa se encerraba en las librerías del Primer Mundo a devorar libros y revistas en busca de inspiración. A su lado han trabajado los mejores decoradores de la ciudad: Eduardo de las Casas, Armando Arana y Gabriel Pazos, por citar algunos.
Todo eso, sumado a su perfeccionismo, obsesión por los detalles y gusto excelso, le labraron una clientela a la que ha atendido por generaciones. Hay muchísimas familias en las que Marisa “ha casado” a la abuela, la madre y ahora se va por la nieta, además de haber celebrado todos sus bautizos y cumpleaños. Si uno entra a su bodega, los manteles almacenados llevan los nombres de las novias para las que fueron confeccionados: está el mantel Larco, el Rey, el Masías…
Y en algunos casos, la relación de Marisa con sus clientes ha sido hasta la muerte. En una ocasión, uno de sus amigos más entrañables le pidió que le organizara una comida para dos personas en la clínica donde estaba hospitalizado. Fue literalmente su última cena, porque esa persona murió al día siguiente.
En el fondo, si uno lo piensa bien, hay que tenerle mucha confianza a alguien para dejar en sus manos los mejores momentos de nuestras vidas. Y esa es la relación que Marisa tiene con sus clientes: la de una confianza tan grande que solo puede llevar el nombre de amistad. Por eso, aún hoy, a sus setenta y nueve años, hay quienes exigen que ella se ocupe personalmente del evento.
Hasta hace pocos años, el ritmo de su vida era trepidante, porque después de dejar todo listo para una boda, “regresaba a mi casa, me cambiaba, me peluqueaba y me regresaba a la fiesta a bailotear. Durante años me he acostado a las 6 de la mañana porque seguía de largo. Terminaba la fiesta, agarraba las flores que quedaban, porque me daba pena botarlas, y a veces me quedaba hasta las 7 de la mañana haciendo arreglos florales. O se las mandaba al padre Wiesse, que ya murió. O llenaba mi casa de flores… No solamente se tenían que divertir los que me contrataban, ¡yo también me tenía que divertir!”, confiesa Marisa.
De esos “bailoteos” podrían dar fe Alejandro Beck, quien ponía la música en los años setenta, o últimamente, Julito Vega. En las reuniones más íntimas, es infaltable la pieza con su compañero de baile predilecto, Eduardo de las Casas.
El lado B del disco
Pero en la vida de Marisa no todo ha sido color de rosa. “Una de las cosas que demuestran la fortaleza de mi madre es haber superado tantos temas de salud. Tuvo cáncer hace cuarenta años, declarado prácticamente terminal. Le dijeron que preparara a sus hijos porque no había solución. Yo la recuerdo sin pelo, sin cejas, pero lo superó”, cuenta José Carlos.
“Yo le decía al médico: ‘Doctor, no me puedo morir, porque mucha gente depende de mí’. Tuve suerte. Y los chicos fueron buenísimos, porque si veían que me estaban dando la quimioterapia, decían: ‘No podemos hacer ruido, porque a mi mamá la están curando’. Eran unos niños: mi Coque, el último, tenía cinco años”, rememora Marisa, con la voz entrecortada.
Hace veinte años sufrió un infarto, y le pusieron cuatro by-passes; después sufrió otro episodio, y tiene dos extents. Desde hace quince años es diabética insulinodependiente. Y, sin embargo, todos concuerdan en que es difícil seguirle el ritmo, incluso hoy.
Además, ha enfrentado los problemas siempre a su manera. Su hijo José Carlos estudió siete años en un seminario. Poco antes de ordenarse sacerdote, se dio cuenta de que no era su vocación, pero los curas del Sodalicio le pusieron difícil su salida de Petrópolis, Brasil, donde estaba enclaustrado. Marisa fue en su búsqueda y, después de rescatarlo, lo llevó al festival de música Rock in Rio, donde se pusieron a bailar.
“Marisa es la persona más open mind que conozco”, asegura su hermana, la diseñadora de modas Titi Guiulfo. “Nunca te juzga. Puede estar de acuerdo o no, pero nunca te juzga”, coincide su hijo José Carlos. Él cuenta que todos en la familia acuden a ella en busca de consejo, le cuentan sus planes, sus problemas, es una suerte de madrina (al estilo del Padrino cinematográfico), pero matriarcal y bondadosa. Por algo su animal favorito es la gallina, animal que tiene esculpido, tallado o pintado en todos los restaurantes La Bonbonniere.
“A mi mamá le decíamos la gallinita, siempre estaba calientita. Cuando falleció, yo me quedé como la mamá gallina de todos”, explica Marisa, a quien en el entorno familiar llaman cariñosamente Mamina, porque Andrea no le podía decir, justamente, “madrina” cuando era pequeña.
En ese sentido, los Ossio Guiulfo son un clan muy a la italiana, como sus ancestros. Incluso comparten una isla, aunque, en vez de Corleone, se llama Pucusana.
El paraíso familiar
“Esa playa, para mí, es la felicidad. He ido desde los cinco años, a todos mis hijos les gusta ir y a mis nietos también. Incluso al más chiquito, Lorenzo, que tiene dos añitos”, confiesa Marisa. Durante el verano, recibe casi a veinte personas todos los fines de semana, cuando los desayunos –llenos de humitas, tamales y el famoso ‘chancay chancado’; y los almuerzos, de cebiches, conchitas a la parmesana y pejerreyes fritos– deben, por fuerza, convertirse en verdaderos buffets.
Para ella, la tradición es importante porque une a la familia, y hay dos que ella celebra en Pucusana con especial entusiasmo: la Pascua (diseña conejos de diferentes materiales cada año, que luego disemina por toda la casa) y San Pedro y San Pablo, donde acompaña a los pescadores durante una fervorosa procesión marina, que luego corona con un majestuoso sancochado.
Si bien Marisa ya no trabaja a tiempo completo, su agenda sigue igual de ajetreada. Óscar León, su chofer de toda la vida, puede dar fe de que en un día de Marisa pasa de todo: nacen niños y los bautizan, se celebran cumpleaños y bodas, hay misas de salud y velorios… “Mañana, por ejemplo, tengo tres cosas: un almuerzo con las de mi clase del Santa Úrsula (son muy divertidas, todas van a contar sus vidas), un cumpleaños de un amigo que tiene ochenta y cinco años, y la inauguración de un restaurante. Además de ochenta misas de difuntos, más visitas a la clínica, porque tengo que ir a ver enfermos. Es una desgracia… Ayer he ido a la misa del mes de una amiga a la que quería mucho”, cuenta. Además, hace gimnasia y dedica tiempo de calidad a ver a sus nietos.
Marisa ya ha dejado una huella indeleble en nuestra historia reciente, por su incansable promoción de la gastronomía peruana. Fue la primera en introducir la sazón criolla en los buffets más sofisticados, y ha cocinado representando al Perú en misiones diplomáticas en los cinco continentes. En una de ellas casi pierde la vida: se quedó encerrada en una cámara frigorífica gigantesca en Australia. En otra ocasión, cocinó durante un mes en la ONU, donde Luciano Pavarotti quedó tan encantado con su sazón que se llevó unas cuantas ollitas con cau cau, ají de gallina, entre otros potajes.
Ha cocinado para todos los presidentes del Perú de nuestra historia reciente, y ha servido su comida en todas las citas importantes, como APEC o la Cumbre de las Américas. Pero su legado más memorable quedará para siempre entre sus más cercanos.
“Si existe un cielo, Marisa va a entrar por la puerta grande, porque nunca ha hecho nada perjudicando a nadie. Es una mujer muy querida por mucha gente. Es buena con sus hermanos y adorable con sus nietos y sus hijos”, indica su amigo Eduardo de las Casas.
Su hermana Titi dice: “Marisa es mi mejor amiga. Es la persona que más admiro en el mundo. Supergenerosa. No te imaginas todo lo que me ha aguantado y siempre me ha querido”.
“Es el ícono de una mujer empoderada, que nunca se ha achicado ante los problemas, que ha sabido balancear la familia y el trabajo con ese toque femenino que la caracteriza, pero siempre poderosa”, observa su sobrina Andrea Romero, quien produjo para Marisa su libro “Celebra la vida”, ganador del Gourmand World Cook Book Award 2014.
Coque, su último hijo, es un conocido empresario restaurantero con exitosos emprendimientos en Lima y Cusco. Él cumplió el sueño de Marisa de estudiar cocina profesionalmente, y confiesa: “Mi mamá ha sido un ejemplo a seguir por su esfuerzo, dedicación y creatividad. Siempre me ha motivado, y hasta hoy me sigue ayudando mucho. Además, es la que une a la familia, y eso se nota en Pucusana. Allá todos cocinamos juntos, siempre dirigidos por ella”.