Materiales cálidos y nobles, piezas norteñas y la mano de los mejores artesanos locales son las señas de identidad de esta casa en Máncora, rebautizada como “la hermana del Kichic”: como el hotel boutique, pero más íntima. El conocimiento del lugar de Cristina Gallo resultó clave a la hora de diseñar con libertad.
Por Gonzalo Galarza Cerf / Fotos de Lorenzo Ferreyros
Es la casa que las volvía a unir cuando se reencontraban en Máncora. Cristina Gallo, dueña del Kichic, frecuentaba con sus hijos la casa que se había hecho su madre a dos minutos a pie desde el hotel. Disfrutaban pasar juntas las temporadas frente al mar en el norte peruano. Hasta que un día su madre dejó de usar la casa, la puso en venta y apareció un artista y surfista peruano que supo ver su potencial. “Tuvo visión y se enamoró de ella. Fue amor a primera vista”, revela Gallo.
Cuando el nuevo dueño se contactó con ella para remodelar y decorar, surgió la idea de que la casa fuera diseñada como una “hermana” del Kichic: “Le gustaba mi estilo y sentido de armar un espacio”, dice. Cumplía los requisitos para volverse una casa de alquiler con el mismo tono del hotel boutique: queda cerca del hotel, el dueño vive en el extranjero, permite niños –el Kichic solo aloja adultos– e iba a tener libertad para crear y volar. Entonces alguien empezó a llamarla así y quedó rebautizada, por más que su nombre comercial fuera Casa Tierra Máncora.
Después, Cristina Gallo empezó a escuchar al dueño –sus gustos, colores y necesidades– y al lugar. “A mí, el espacio me habla y me dice qué hacer”, explica. Lo que hizo encaja en un concepto amigable con el medio ambiente, orgánico, costeño y local. “Es para alguien que aprecie el diseño: menos es más. Sin dejar de tener todas las comodidades a la mano”, añade.
Espacios inesperados
La casa, de quinientos metros cuadrados, posee un estilo natural que se ajusta al lugar: se utilizaron materiales y técnicas de construcción locales. “Es una mezcla entre norteño y costeño”, define Gallo. El gran desafío fue acabarla en seis meses. Dada la antigüedad del inmueble –veinticinco años–, cambió los sistemas de agua y desagüe, y eléctrico. Colocó arena dulce por las plantas –el dueño no quería jardín, para cuidar el agua– y supervisó la obra siete veces al día, para acabar a tiempo.
El resultado es una casa con espacios integrados, pero a la vez con un carácter independiente que invita al goce y el relajo. Cuenta con una cocina conectada a una semisala; dos habitaciones con camas king, con baños interiores y duchas al aire libre para disfrutar de la luna y las estrellas; una terraza con una cama queen llena de cojines, y un deck con una mesa redonda para tomar desayuno al aire libre, o simplemente sentarte a contemplar y escuchar el mar, o recostarte en las camas tumbonas a tomar sol al lado de la piscina, a la que se llega a través de un puente. Como un hotel boutique, pero más íntimo.
Al estar sobre un nivel elevado, el terreno dio pie a que surgiera un espacio idílico al descender: dos hamacas cuelgan amarradas a las palmeras. “La idea del puente fue para lograr integrar los espacios, y así se creó otro nivel más bajo donde, de la nada, apareció un jardín medio desértico con mucho encanto, con palmeras grandes que sembró mi madre”, cuenta Gallo. Lo más lindo que quedó de la casa de su madre, dice, fueron esas palmeras y unos árboles de buen tamaño. Todo lo demás se compró. “Pero para mí fue un plus tener un jardín con plantas ya logradas”, agrega.
Sobre todo en un lugar como Máncora, con sol todo el año y con lluvias esporádicas pero intensas. Por eso se pensó en contar con sitios con buena sombra. Y nacieron estos ambientes en tonos blanco y tierra: “Me encanta cuando surgen espacios inesperados que crean magia pura”, dice Gallo.
Marca local
Para dividir la casa de la zona de las hamacas, colocó un cerco con una escalera de piedra. Fue importante para crear orden, y dio al terreno dos niveles bien marcados. Otra huella de la casa se aprecia en los materiales cálidos y nobles, y en las piezas utilizadas: hualtaco, caña, barro, canastas y alfombras de Catacaos, raíces, piedras, etcétera.
Haber diseñado el Kichic, además de otros proyectos en la zona, ha servido a Cristina Gallo para afinar las técnicas norteñas, y tener como aliados a los mejores proveedores y artesanos. “Se logró crear varios espacios ricos y acogedores que invitan a la calma, a bajar las revoluciones y a conectar con uno mismo”, afirma. Y con esa casa, que era antes de su madre y hoy es la hermana del Kichic.
Artículo publicado en la revista CASAS #278