Goster no nació de un anime japonés, pero su apodo, sí. Viene de ‘Ghoster’, el archienemigo de Sombrita y Rocko –“Sombrita” era una serie de dibujos animados que surgió a fines de los sesenta, en la misma época que “Fantasmagórico”–. Ghoster destacaba por sus colmillos, su aspecto maloso y sus orejas puntiagudas, pero también por su generosa nariz. “Me pusieron Goster básicamente por la ñata”, recuerda el diseñador. “Mi vieja dice que tengo la ñata del mismo tamaño desde que nací”, añade, antes de que una carcajada lo interrumpa. Nadie lo llama José Antonio Mesones –solo Facebook y su mamá–. Ni siquiera los partes matrimoniales. Para todos, a lo mucho, es Goster Mesones. O simplemente Goster. Le pusieron el apodo en primer grado de primaria. No recuerda a quién se le ocurrió, pero quedó, por más que a él le llegara “al p…”. ¿Qué niño querría que lo asociaran con un villano malaspectoso?
El alias sobrevivió todos sus años de colegio; del colegio pasó al barrio; del barrio al IPP –donde estudió Publicidad–, y del IPP a su trabajo. Goster nunca más volvió a ser José Antonio Mesones, pero, conforme fue usando su sobrenombre, también fue aprendiendo a quererlo. De pronto, hasta le ha servido. Hoy, en el entorno del diseño gráfico peruano y sus alrededores, todo el mundo sabe quién es Goster. Aunque él se sienta más cómodo siendo “el chico de la carpeta de atrás”. “Me da un poco de roche el autobombo”, precisa. “No sé por qué. Todavía no he llegado ahí con el psicoanálisis”, sonríe. “Pero bacán que la chamba se muestre; nunca tan Grinch”.
LA PREVIA
Por estos días, Goster y la empresa que dirige desde 2010, Mago, acaban de fusionarse con otra –la agencia de comunicación visual Hyperbrand–, bajo el paraguas del grupo Partners. Han crecido y, en consecuencia, han tenido que mudar sus cuarteles de la cuadra ocho de Comandante Espinar al entrañable edificio Seoane, frente al Parque Kennedy.
El futuro pinta bien, pero, para trazarlo, antes de descubrir el diseño, Goster encontró dos pasiones que le sirvieron de luz: la música y el skate. “Entre el skate y el punk hice mi maestría de cultura visual”, confiesa. “De hecho, soy diseñador gracias a la música”.
Como buen adolescente, en los ochenta buscó acoplarse a un grupo que fijara su sentido de pertenencia. Así se involucró en la movida punk, al punto que su primer trabajo como diseñador gráfico fue elaborar un fanzine, “Kritica Konstructiva”. Tendría 14 o 15 años cuando, con sus cómplices de turno, tuvo que armar todo el proyecto editorial y cartearse con grupos de afuera que contestaban después de mes y medio, para enriquecer el fanzine que vendían en los conciertos. “En retrospectiva, me doy cuenta de que mi vida había estado llena de diseño sin saber realmente lo que era”, admite. “En la música, sobre todo en el rock y en el jazz, el diseño no solo está en las tapas de los discos, sino en toda la parafernalia que se mueve alrededor”.
Dado que ambas subculturas están emparentadas, fue a través del punk que se enganchó con el skate. “Montaba seis horas diarias; era un loquito”, cuenta. “¿Has visto el documental ‘Beautifullosers’ (2008)? Trata sobre un grupo de skaters que después se dedicaron a otra cosa. Ahí están Mike Mills, director de cine, Ryan McGinley, fotógrafo y diseñador gráfico, Harmony Korine, cineasta, Shepard Fairey, artista y diseñador gráfico… La onda skater también es alucinante a nivel visual. De alguna manera, entre la música y el skate, mi siguiente paso era convertirme en diseñador”.
Comenzó a trabajar en el rubro a principios de los noventa, cuando en Lima apenas si había estudios de diseño. “Esto era un páramo. Y la valoración que había del diseñador era nula: solo ejecutaba ideas ajenas”, recuerda. “Cuando era estudiante hacía cosas de mi cosecha y me jalaban. Me decían de ‘idiota’ para arriba. Mientras que yo tenía referencias de Peter Saville, las de mi profesor venían de la revista ‘Gente’. Pero eso ha cambiado mucho; ahora estamos más equiparados con el mundo. Aún falta un montón, pero por lo menos ya tenemos acceso a la información, ¿no? Se está valorizando más la profesión”.
Goster no solo “trabaja” en el rubro, también emprende proyectos personales en paralelo, solo por el gusto de experimentar. Quizá su talento pasa por ahí: su curiosidad le impide adormilarse con la rutina. Ahora, en compañía de nuevos cómplices, está haciendo una película. “Si no tienes la cabeza amoblada, no hay forma de que saques ideas de ningún tipo”, sentencia. “Siempre me ha gustado tener una voz, proyectos donde sale mi lado más artístico, más mío”. Una especie de higiene mental para salir del trabajo, que le encanta, pero no deja de ser trabajo.
Por Mariano Olivera La Rosa
Foto de Josip Curich
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