Todo empezó con un correo electrónico. Lo recibió a fines de febrero de 2015. Estaba escrito en inglés y anunciaba que querían que participara en un casting para el personaje del cardenal peruano Aguirre en una miniserie con Jude Law y Diane Keaton. Ramón García pensó que se trataba de una broma de mal gusto; contestó de mala manera y, en breve, recibió otro correo. Le pedían mil disculpas y, para demostrar que no se trababa de una tomadura de pelo, incluían información de la productora a cargo (Wildside), de HBO y del director Paolo Sorrentino. Ramón seguía sin dar mucho crédito a la propuesta, pero optó por colaborar.
Para el casting le mandaron tres escenas: una de la película El nombre de la rosa (1988) y dos de The Young Pope. “No voy a hacer el casting común y corriente; voy a producirlo”, concluyó antes de grabar la primera escena. Pidió permiso para filmar en la iglesia Virgen de Loreto, consiguió dos sotanas, llamó a un sobrino cineasta y le indicó que compusiera la escena en plena puesta de sol. Las otras dos las filmó con el actor británico Ramsay Ross, y envió las tres en pleno Jueves Santo, a las ocho de la mañana. Cuarenta y cinco minutos después le escribieron de vuelta para decirle que había aprobado el casting. Solo faltaba la conformidad del propio Sorrentino, quien por entonces se encontraba buscando locaciones en Sudáfrica.
Mientras esperaba la respuesta definitiva, el primer viernes de junio, Ramón recibió una triste noticia. “Eduardo nos dejó”, le dijo la esposa de uno de sus mejores amigos, Eduardo Martín, y agregó que en media hora volvería a llamarlo para darle las señas del velorio. Ramón había debutado en el teatro un 2 de febrero de 1977 y Eduardo había estado allí, en primera fila. Al rato, volvió a sonar el teléfono, pero al otro lado de la línea no estaba la viuda de su amigo Eduardo Martín. “El señor Sorrentino ha aprobado su participación. En cuarenta y ocho horas le mandamos el contrato y todo lo que necesita para el papel”, le anunciaron. “Lo sentí como un regalo de Eduardo”, dice Ramón, con una sonrisa a medias, bajo sus característicos bigotes y la mirada encendida, sobre la barra del Juanito de Barranco, lugar al que llama su “oficina”.
El primer día de rodaje en los míticos estudios de Cinecittà, ya en Roma, mientras se sometía al rigor del maquillaje, sintió “una manazo” en su hombro y escuchó un “hello”. Era Jude Law. “El tipo es sencillísimo, muy simpático”, recuerda Ramón, mientras, en el Juanito, las cucharitas suenan dentro de las tazas de café. Cuando terminó de filmar una escena que solo compartió con el actor británico, en la que dialogan en español –y que resulta importante en el tramo final de la miniserie–, Jude Law se acercó a Ramón y lo felicitó (también recibía siempre la felicitación de Sorrentino). “Es la primera vez que me gusta algo de mí”, confiesa el actor peruano. “Esperaba, ansioso, ver esa escena; los gestos, los movimientos de los labios, la forma de mirar… porque creo que la actuación, primero, va en la mirada, en convencer con los ojos”, agrega. “Cuando me enfrento a una escena, siento que es como una pelea contra mi miedo, mi inseguridad; contra lo que mi mamá me hizo sentir. Digo: ‘Yo soy más fuerte’. Y salgo, peleo y gano”, explica. Luego sonríe, me mira y pregunta: “¿Sabes qué cosa tiene Jude Law? Que él es bonito, y yo, feo”.
Antes de Aguirre
Ramón no tuvo una infancia amable. Su madre, como toda madre, quería lo mejor para él, pero “parece ser que yo no respondía al modelo de hijo que ella quería”. Su medio hermano era disciplinado y correcto; Ramón, en cambio, era un palomilla distraído, de esos a los que siempre llaman la atención en el colegio. A los nueve años, perdió a su padre, y a los catorce, a su mamá. De pronto, se enfrentó a un mundo que no conocía y, en medio de la hostilidad, se hizo fama de peleador… “Y no lo soy; soy recontracobarde, pero tengo tanto miedo de que me peguen, que prefiero pegar primero”. También cayó en el vicio de las drogas. Hasta que, a los treinta y seis años, luego de pasar tres días perdido, despertó en un departamento que era un muladar. “Apestaba a pasta, a licor, a coca, a marihuana… todo había”, recuerda.
Por Mariano Olivera La Rosa
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