Lena Dunham tenía veintitrés años cuando, sentada en ropa interior en el living de su casa, escribió la idea original de una serie que planeaba ofrecer a HBO. “‘Sex and The City’ presenta a mujeres que han triunfado en sus carreras y, ahora, se han vuelto locas por el tictac de sus relojes biológicos”, explicó en un trozo de papel.
“Gossip Girl se trata de perder la virginidad y ganar popularidad, en un mundo donde nadie tiene edad para votar o debe preocuparse de ganarse la vida. Pero, entre la adolescencia y la edad adulta, hay un incómodo espacio gris, cuando las mujeres salen de la universidad y entran al mundo real sin glamour. El resultado de ese periodo es conmovedor, divertido y muy humano. Es humillante, sexy y perfecto para el humor”, agregó. Luego, Dunham explicó que su serie se iba a tratar de mujeres jóvenes que, producto de la recesión, eran “sobreeducadas e incapaces de conseguir un buen empleo, seguras de que son demasiado inteligentes para sus trabajos como asistentes, niñeras o meseras, pero no suficientemente motivadas para demostrarlo”. Y terminó la presentación con una frase que, probablemente, fue la que convenció a los ejecutivos de HBO: “Estas son mujeres hermosas y dementes, tienen conciencia de sí mismas y son obsesivas. Son sus novias, sus hijas, sus hermanas y sus empleadas. Son mis amigas, y nunca las he visto en televisión”.
Unos meses más tarde, HBO presentó el primer capítulo de “Girls”, donde Dunham, en el papel de Hannah Horvath, una millennial aspirante a escritora, asegura a sus padres que siente que es la voz de una generación. Desde ese momento, la serie se convirtió en una de las más comentadas de la televisión, en Estados Unidos, pues mostraba la bitácora de cuatro mujeres jóvenes que, a diferencia de las de “Sex and the City”, vivían en Brooklyn y no en el Upper East Side; pasaban sus tardes en cafés y no sus noches en clubes de moda, y tenían como máxima aspiración no un clóset repleto de Manolos y un Mr. Big, sino una carrera que nunca llega y la compañía de un hombre que “piense que soy la mejor persona del mundo y quiera tener sexo solo conmigo”. Hannah y sus amigas pertenecen a arquetipos femeninos que existen en la televisión estadounidense desde los días de “The Golden Girls”: Hannah es la narradora, Marnie (Allison Williams) es la profesionalmente ambiciosa, Jessa (Jemima Kirke) es la sensual aventurera y Shoshanna (Zosia Mamet) es la chica ingenua con la cabeza siempre en las nubes. Siguiendo la historia de las cuatro, Dunham hizo un acertado retrato de un tipo especial de mujer joven que, desde su código postal a su look neovintage, pertenece a Brooklyn, el ‘ground zero’ cultural del nuevo milenio.
Para HBO, la serie no parecía una apuesta segura. En un artículo especial publicado en “The Hollywood Reporter” para conmemorar el estreno de la sexta y última temporada de la serie, el pasado 12 de febrero, ejecutivos de la cadena confiesan que, en un primer momento, pensaron que la generación de Hannah no era la de sus televidentes. La sombra de “Sex and The City” estaba demasiado fresca, y, quizás, ni la cadena ni sus suscriptores estaban listos para cruzar el río a otro barrio.
El gran valor de “Girls”, sin embargo, ha sido identificar a buena parte de una nueva generación y, todavía más importante, generar una ardiente discusión sobre temas sexuales y raciales, la representación femenina en la pantalla, y los límites del pudor televisivo. Cuando HBO advirtió a Dunham que debería hacer cambios en un capítulo que mostraba semen en forma explícita, supo que había tocado fondo en la notoria amplitud de criterio de la cadena.
En su momento, muchos criticaron la postura ideológica de la serie y, sobre todo, la decisión de la propia Dunham de mostrarse en cámara en ropa interior, semidesnuda o totalmente desnuda, luciendo un cuerpo que está lejos de los rigurosos cánones de belleza establecidos por Hollywood. Por lo mismo, el fin de “Girls”, en estos días en que el feminismo y el liberalismo están tan amenazados, es doblemente triste. La voz de una generación queda finalmente en silencio.
Por Manuel Santelices