En las páginas de COSAS recordamos a la hija de Tita Berckemeyer y Felipe de Osma como una de las figuras sociales más queridas, una mujer comprometida con las causas benéficas y que lleva el gusto por el arte en los genes. Las navidades en su casa siempre han sido emblemáticas y un momento para celebrar en familia. Pero ahora Carmen está aquí para dejarnos una gran lección de vida con la que busca ayudar a quienes, como ella, padecen las complicaciones de los desórdenes alimenticios.
Por Mariano Olivera La Rosa // Fotos: Lucía Arana
Nos encontramos en la monumental Casa Berckemeyer, aquel lugar donde, en su infancia, Carmen compartía momentos memorables con sus primos, cuando la avenida Arequipa aún no se convertía en un torrente de bullicio. Incluso, después de que balearon a su padre durante la época del terrorismo, Carmen vivió ahí por dos años. “Son recuerdos imborrables”, me dice. También me dice que está feliz por esta entrevista. Sonríe, serena, me mira a los ojos con ese tipo de miradas que transmiten el reflejo de toda una vida y, sin necesidad de preguntas, comienza a relatar su testimonio. “Para mí, esta experiencia ha significado volver a vivir”, confiesa.
“Durante veinte años arrastré una anorexia que me llevó casi literalmente a morir, pero no me daba cuenta, porque esta es una enfermedad superescondida, traidora, la persona enferma no se da cuenta de la realidad. Fueron mis tres hijos los que me salvaron la vida”, agrega. “Durante todos esos años he sido una espectadora de mi propia vida; no la he vivido, no he podido disfrutarla porque la enfermedad me lo impidió. La mente siempre está buscando un ‘pero’ para ser infeliz; te autoeliminas”.
¿Identificas en qué momento tu mente comenzó a jugarte esa mala pasada?, ¿cuáles fueron los motivos?
Creo que fue desde que nació Paloma –su hija menor–. Tenía esta voz que me decía que la parte física era lo más importante en mi vida, que debía mantenerme dentro de unos parámetros de delgadez marcados por mi vida social. Decidí que ya no quería tener más hijos y dije: “Bueno, ahora me dedico a mí”. Me entró por ahí. Cada vez quería ser la más flaca del grupo, la modelo, la que tenía los vestidos más bonitos y a quien le quedaban mejor… Así, te vas envenenando, y dentro de la sociedad en la que vivimos, no ayuda mucho…
¿Tu entorno te lo comentaba?
Sí, la gente que me quiere mucho; entre ellos, mi mejor amiga, Iliana (Lolas), me lo decía hasta llorando: “Te vas a morir”. Pero yo no me daba cuenta… Al principio, lo podía dominar; por lo menos, almorzaba y comía, si bien no tomaba desayuno. Fue exactamente hace un año y medio que dejé de almorzar… Todo esto viene también porque me separé –estuvo casada con el chileno Manuel Santa Cruz– y dejé de tomar alcohol porque mis hijos me lo pidieron. Pero, si bien logré hacerlo, una de mis mañas para lograrlo fue olvidarme de que existía la comida, porque mi momento de tomar vino era durante las comidas.
Mencionas tu separación. ¿Cuánto afectan estos cambios en la vida personal de quien sufre anorexia?
Definitivamente, afectan mucho. Durante los últimos años de mi matrimonio no solo fui anoréxica, también fui alcohólica. Diría que los últimos siete años fueron los más duros y los más difíciles.
El renacimiento
A principios de este año, llegó a un punto en el que su peso era tan crítico y su salud estaba tan comprometida que tuvieron que internarla en contra de su voluntad. Primero, pasó un mes en una clínica limeña donde lograron estabilizarla, pero allí no tenían los alcances para ofrecerle un tratamiento especializado. “Creíamos que en Lima no existía un tratamiento que pudiese abarcar todas las áreas necesarias; entonces, desesperados, mis hijos buscaron fuera y me llevaron a Houston”.
Estuvo cinco semanas en la Clínica Menninger, donde la trataron a nivel psiquiátrico y psicológico, y mejoraron su estado físico, pero, allí, “estaba dispuesta a hacer mil trampas”. Por eso, a su hijo mayor, Sebastián, le dijeron que ya no podían hacer más por ella y le recomendaron llevarla a un centro especializado en desórdenes alimenticios, en Miami. “No me quedé ni un día”, recuerda Carmen. “Llegué y… Era tan aterrorizante… Todas las mujeres tenían caras de muertas; era tristísimo el lugar. Dije: ‘No, aquí me termino de morir’”.
Regresaron a Lima “con el corazón en la mano”. Sabían que lo que habían hecho hasta ese momento no serviría de nada, que recaería. Comenzaron a buscar nuevas alternativas en el extranjero, hasta que la misma Carmen dio con una en Lima –Renascentis–, muy cerca de su casa. “No perdemos nada con tratar”, se dijeron. Y es allí donde ahora Carmen se está recuperando de la mejor manera.
LEE LA ENTREVISTA COMPLETA EN LA EDICIÓN 625 DE COSAS.