Diseñó un departamento para Ron Wood, el mítico guitarrista de The Rolling Stones, y una decena de hoteles de lujo, casonas, restaurantes y boutiques en América, África y Europa. Ahora, Jaime Beriestain se perfila como uno de los interioristas latinoamericanos que marca tendencia. Esta propuesta, la de su propia vivienda en Barcelona, es su proyecto más íntimo. Y, también, el manifiesto de un self made man.
Por Gloria Ziegler / Fotos de Manolo Yllera
Las decisiones juveniles siempre han tenido mala fama. Solo que, a veces, aparece alguien para contradecirlo todo. Y entonces, la impetuosidad y lo efímero no parecen más que ideas herrumbradas. O un montón de excusas. En la historia de Jaime Beriestain hubo dos de esos impulsos tempranos. El primero ocurrió cuando tenía veinticinco años, y empezó a coleccionar obras de arte vinculadas con el espacio, la arquitectura y la interacción entre el hombre y su entorno. El segundo –más arriesgado, pero igual de fundacional– sucedió en el año 2000, después de graduarse como diseñador de interiores, en Santiago de Chile. Mudarse a Barcelona para llevar un posgrado, luego de sus primeras prácticas, parecía un paso sensato. Sacar sus ahorros del banco para crear, un año y medio después, su propio estudio en Europa, no. Pero siguió su instinto.
Las consecuencias, como suele ser habitualmente, eran impredecibles. Sin embargo, una de aquellas determinaciones permitió que ganará el concurso para renovar el Hilton de Barcelona: ese proyecto que marcó el despegue de su carrera, hasta dirigir proyectos de interiorismo por todo el mundo y tener veintisiete arquitectos a su cargo, además de una tienda de diseño y un restaurante. Y la otra, en igual proporción, serviría de inspiración para algunos de sus proyectos más celebrados. Como la renovación del Barcelona Hotel Palace, el departamento que diseñó para Ron Wood, el guitarrista de The Rolling Stones, y las áreas públicas del Hotel Sofía. O, incluso, la Residencia Bruc, el departamento donde vive desde hace una década.
Echar raíces
Jaime Beriestain siempre ha creído que lo esencial del interiorismo es que las personas se sientan a gusto en los espacios. Hace diez años, sin embargo, pocos hubieran creído que eso sería posible en este departamento de 135 metros cuadrados de Barcelona. “En ese momento era una oficina en muy mal estado. Pero en cuanto la visité entendí que tenía mucho potencial y, además, siempre me ha encantado esta parte del Eixample”, cuenta el interiorista. La altura de sus ambientes y la luz natural –proporcionada por los patios interiores del edificio– tenían una riqueza indudable; pero necesitaba una reconfiguración absoluta.
El objetivo de Beriestain, entonces, fue contundente: crear una caja diáfana, que le diera todo el protagonismo a su colección de arte. Y, a la vez, debía adaptar el departamento a sus necesidades. Con estas premisas, rompió la estructura preexistente y creó ambientes nuevos, con delimitaciones claras entre el área social y otra más aislada, donde se ubicaría el dormitorio. Así, planeó una sala de grandes proporciones y un comedor conectado a la cocina –donde suele organizar reuniones y cocinar para sus amigos–, a través de una puerta corrediza. Y, en el área privada, una habitación amplia, con dressing room y baño privado, rematada con una terraza. “La iluminación fue otro detalle que cuidé mucho. La idea era crear diferentes escenas lumínicas con un programa que se adaptara a cada situación, para tener atmósferas cálidas o con luz fuerte, cuando necesito trabajar”, explica.
Conexiones íntimas
Para hacer de su colección artística el hilo conductor de la propuesta, Beriestain utilizó la luz natural, las transparencias y los reflejos metálicos como guía, junto a una paleta de colores atrevida y una selección de mobiliario vintage, que el mismo restauró. “En esa época, muy poca gente valoraba el diseño de los años cincuenta y sesenta. Pero me encantó comprar y transformar esos muebles para mí. Era como rescatar una parte de nuestra historia del diseño, darles una segunda vida”, explica. Así, por ejemplo, un juego de sillas de Boris Tabacoff con pies de cromo convive con una mesa de cristal Nomos de Norman Foster y sillones de Joseph-André Motte, entre otra decena de piezas de diseño. “Fue un aspecto al que le dediqué mucho tiempo, porque no soy un interiorista que improvise”, cuenta.
Lo mismo ocurrió con su colección de arte. Aunque había hecho una selección inicial de obras para crear conjuntos coherentes, todo se terminó de definir en el departamento. Allí, cuando se mudó, comenzó a ubicarlas en los distintos ambientes, teniendo en cuenta sus proporciones y temáticas. De esa manera, los colores vibrantes de una fotografía de Ola Kolehmainen consiguieron, por ejemplo, dominar la sala, mientras un cuadro de Peter Halley atrae las miradas en el comedor y una sola obra, de Fernando Prats concentra la fuerza y el carácter en la habitación. Pero, quizás, la más significativa sea una de Yoshi Sislay: un fresco que el artista japonés creó en el baño de invitados con diversos guiños a la vida del interiorista. “En la mayoría de los casos he conocido a los artistas, así que son piezas con un valor sentimental”, dice Beriestain. Y lo hace con la seguridad que solo tienen aquellos que han construido sus vidas sobre corazonadas tempranas.
Artículo publicado en la revista CASAS #261