El arquitecto japonés Arata Isozaki (Oita, 1931) ha recibido el máximo reconocimiento de la profesión, gracias a su profundo compromiso con el arte del espacio y una metodología que transgrede no solo las fronteras, sino también los estilos.
Por Laura Alzubide
¿Qué sucede con el Pritzker? ¿Sigue siendo el premio más importante del mundo de la arquitectura? Mucha gente se hace esta pregunta. Desde que se otorgó por primera vez a Philip Johnson en 1979, no han faltado los reparos o cuestionamientos. Pero entre los especialistas había cierto consenso en torno a la lista de galardonados.
Sin embargo, hace algunos años, la Fundación Hyatt comenzó a fijarse en maneras de hacer arquitectura, más que en trayectorias. Ha sido el caso de Wang Shu (2012), Shigeru Ban (2014) y Alejandro Aravena (2016). A ellos se suman figuras ilustres como las de Frei Otto (premiado de manera póstuma en 2015), Balkrishna Doshi (2018) o Arata Isozaki (2019), quien recibirá el Pritzker a los ochenta y siete años. ¿Se trata de reconocimientos demasiado tardíos? Este es el asunto que, en estos días, ha suscitado de nuevo el debate sobre la relevancia del Premio Pritzker, al entregarse a un arquitecto que ha exhibido en los últimos años un repertorio algo repetitivo, según Anatxu Zabalbeascoa, crítica del diario español “El País”.
Tabula rasa
En cualquier caso, la importancia de Isozaki no ha sido puesta en duda. Es un nombre de peso. El emperador de la arquitectura japonesa, como le llamaba Tadao Ando. Un camaleón que ha sabido adaptarse a los vaivenes de formas y estilos del siglo veinte, como si hubiera nacido sin la pesada mochila de la tradición arquitectónica. Esto no es azaroso. Isozaki tenía doce años cuando Hiroshima fue bombardeada. Su ciudad, que se encontraba al otro lado de la costa, fue también arrasada por la onda expansiva. “Todo estaba en ruinas y no había arquitectura, no había edificios y ni siquiera una ciudad. Solo me rodeaban galeras y refugios. Así que mi primera experiencia de la arquitectura fue el vacío de arquitectura, y empecé a considerar cómo la gente podría reconstruir sus casas y sus ciudades”, ha explicado.
La arquitectura como vacío. Pero también como una manera de mejorar las vidas de las personas. Por eso, tras graduarse como arquitecto en la Universidad de Tokio, comenzó a trabajar como aprendiz con Kenzo Tange, el padre de la arquitectura japonesa de la posguerra. Y, en 1963, en el dramático contexto de la reconstrucción del país, fundó su estudio. “Con el fin de encontrar la manera más apropiada de resolver estos problemas, nunca pude limitarme a un solo estilo. El cambio se volvió constante. Y paradójicamente, este llegó a ser mi propio estilo”, ha declarado.
Suma de contrarios
Según la historiadora del arte Victoria Cirlot, en su ensayo titulado “El concepto arquitectónico de Arata Isozaki”, el hoy Premio Pritzker puede considerarse uno de los ejemplos más claros y prototípicos de la arquitectura posmoderna. “Su lenguaje basado en un eclecticismo consciente y deliberado remite fundamentalmente a soluciones manieristas, no dejando de lado el espíritu propio del neoclasicismo”, escribe. “El cambio de estilo que se produce a finales de la década de los sesenta y que se consolida plenamente a inicios de la siguiente se debe, en primer lugar, a que el arquitecto japonés es consciente de la crisis de la arquitectura moderna”.
El resultado es una obra consecutivamente brutalista, metabolista, posmoderna y organicista. En la que permanece, según Cirlot, una continua oposición de elementos. La asimetría para las partes de los edificios, aunque su planteamiento general sea simétrico. La fascinación por los espacios ambiguos –por ejemplo, corredores que son áreas sociales o viceversa– que parten del concepto japonés del “ma”, referido al espacio y tiempo que existen en medio de las cosas. Revestimientos que proporcionan ligereza visual, como las planchas de aluminio, aunque realmente sean materiales compactos. La carencia de decoración, pero la disposición de color en los muros.
Estructuras invisibles
“Mi concepto de la arquitectura es que es invisible. Es intangible, pero creo que puede percibirse a través de los cinco sentidos”, ha declarado Isozaki, cuya prioridad, según ha confesado, es imaginar los procesos. Su vocación es la de un ingeniero. Le fascina averiguar cómo iban a ser construidos los edificios. Le sucedió con el Palau Sant Jordi, el emblema de los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992. Los bocetos de la cubierta buscaban la armonía con la montaña de Montjuic. Pero más interesante fue la adopción del sistema Pantadome, que consiguió izar en pocas horas la espectacular cúpula sin los apoyos tradicionales.
El jurado del Pritzker ha destacado sobre todo su carácter internacional. Con el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles, que se inauguró en 1986, se convirtió en uno de los primeros arquitectos japoneses en construir fuera de su país. Poco tiempo después, invitó a arquitectos como Steven Holl y Rem Koolhaas para que intervinieran en el plan maestro de Nexus, en Fukuoka. “Poseedor de un profundo conocimiento de la historia y la teoría de la arquitectura, y aprovechando la vanguardia, nunca replicó simplemente el statu quo, sino que lo confrontó”, anota el acta de jurado del Pritzker.
Los méritos no opacan la sensación agridulce que a veces dejan los grandes reconocimientos. Isozaki lo sabía, y así lo dejó entrever cuando, tras hacerse pública la noticia, dijo a un periodista de “The New York Times” que el premio era como una corona en la lápida.
Fotos: cortesía del Pritzker Architecture Prize
Artículo publicado en la revista CASAS #267