Respaldada por las certezas que da el oficio, pero también entregada a la intuición, Luz María Buse ha creado en esta casa un relato visual, estético y funcional. Una narrativa que se lee a través de piezas de diseño y de obras de arte contemporáneo y colonial.
Por Gonzalo Galarza Cerf / Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart
Durante un tiempo, Luz María Buse desarrolló un sentido de pertenencia con esta casa ubicada en San Isidro, en una zona tranquila y arbolada. Había conocido a los dueños, una pareja joven con hijos, muchos años atrás. Le resultaba interesante su bagaje cultural. La arquitectura la había desarrollado Miguel Cruchaga. Ella iba a encargarse del interiorismo. Para darle una narrativa al proyecto, tenía que entender los espacios, hacer suya –temporalmente– la casa. “Una narrativa en la cual se van detectando signos, huellas, expectativas cumplidas. En el fondo, se trata de comprender qué es lo que puede acompañarlos en su vida familiar con sinceridad y larga vida”, revela Buse.
Comprender ese escenario la llevó a plantear una reorganización de lo que tenían los dueños y de lo que podrían adquirir para diseñar tres ambientes: sala, sala de estar y comedor. Al ser una familia con intereses formativos, Luz María Buse definió que tenían que ser espacios acogedores, donde se iban a dar reuniones, tanto sociales como de estudio, conforme los hijos crecieran. Y se puso énfasis en rescatar algunas piezas familiares que pudieran trabajar en simultáneo con una propuesta contemporánea. “Para esto se requiere de una interacción, en la cual la intuición va a estar por encima del oficio”, dice Buse.
Esa intuición la llevó a encontrar la dosis exacta de tonos para que se sintiera un espacio suelto, pero con un orden establecido, que no denotara demasiado control de las piezas. “La paleta de color se fue dando de acuerdo al ritmo que imprimieron las obras de arte, y es, otra vez, la intuición la que genera unos guiños de ojo entre una cosa y otra”, cuenta Buse. Una de esas piezas determinantes fue el bar colonial ubicado en la sala, con ese color turquesa que se repite, sutilmente, en objetos como la lámpara o en uno de los planos de la obra de Michelle Prazak. “El turquesa es como una partitura que va tomando diferentes tonos y creando un buen corpus. Tal vez ese bar fue el factor desencadenante”, señala la interiorista.
Oído a la música
En esta partitura cromática se aprecian obras contemporáneas, como el óleo de Valeria Ghezzi en el centro de la sala, con una interesante trama que dialoga con la mesa central de tablero criollo. En esa misma línea de tonos tierra se encuentran los tapices de los sofás. Esos colores serenos permitieron a Buse emplear telas inspiradas en los textiles puneños de Taquile, acompañados de una seda de color intenso con fondo negro para proponer una textura completamente distinta. Esas pequeñas piezas se encuentran, además, tuteladas por una obra potente como la pintura de la Virgen del Carmen de la Escuela Cusqueña, que, ubicada junto al bar, otorga un carácter trascendental a este espacio de la sala.
Para el comedor, más que la intuición, operó la precisión del oficio: dio vida a una mesa industrial con base de fierro pintado al horno, con tablero de cristal templado y patas de metal macizo hechas con molde. “Esa mesa es mi orgullo”, confiesa Buse. En este ambiente, además, sirvió la atenta escucha: el cliente le propuso ubicar una butaca Bergère de lectura con una lámpara de pie, y a ella le pareció una idea divertida y fuera de lo común.
Esa es la narrativa de la casa: abierta a la lectura entre las piezas de diseño, de arte contemporáneo y arte colonial peruano. Se lee en los ambientes, en sus tapices y alfombras, en las butacas y sillas, en el bar colonial y la cómoda criolla, en cada detalle de esa casa que Buse vistió a partir de certezas e intuición. “Cuando convocas a la intuición, empiezan a ocurrir cosas aparentemente por azar que son fantásticas”, afirma la interiorista.
Artículo publicado en la revista CASAS #276