Basta con mirar un poco más de cerca, tomarse un tiempo para contemplar y prestar atención: cada elemento de una casa puede contar su propia historia. Relatos de lo sublime salidos de un conjunto de piezas de arte inspiraron a la interiorista Ondine Schvartzman en uno de sus más recientes proyectos.
Por Jimena Salas Pomarino / Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart
El punto de partida fue una pequeña, pero potente, colección de obras artísticas y un espacio luminoso con una vista excepcional. Los dueños querían darle un sentido más integrado a su área social, amarrar los elementos para poder apreciar orgánicamente la arquitectura y el arte. Para lograrlo, la apuesta creativa de Ondine Schvartzman fue hacer un análisis muy fino de cada ítem por separado, para luego ir incorporando otros tantos, y generar un conjunto sólido y armonioso.
Al llegar, una de las primeras observaciones de la arquitecta y diseñadora fue que podía ganarse muchísimo retirando las divisiones del espacio. Se necesitaba incrementar la sensación de amplitud y libertad, así que optó por abrir la terraza interior, antes separada con un biombo, y sumarle un bar confortable y sofisticado.
Desde el ingreso, por el ascensor directo, se ha planteado una solución completa, aunque con una lectura múltiple, para diferenciar el recibidor, uno de los dos espacios de la sala y el bar. Estas tres áreas se articulan con la disposición de tres obras de gran formato sobre sus muros, una por cada espacio. Entre ellas, destaca un impresionante cuadro de José Tola que reviste especial valor simbólico, puesto que fue una de las primeras piezas adquiridas por los propietarios de la residencia.
“En mi percepción del trabajo, todo está amarrado: las telas, los materiales, el arte… todo tiene que llevarte al equilibrio”, señala Schvartzman. Entonces, como todo lo que tenía que ver con el arte repercutía en el espacio, el mobiliario se mantuvo en una paleta cerrada al negro, tonalidades de gris, topo y, en espacios muy específicos, algún destello de azul claro.
Transiciones en el espacio
Por la configuración del salón, con vista al parque y el comedor detrás, se tomó la decisión de hacer un sofá en L en el área principal de la sala, pero con la esquina redondeada, para suavizar la sensación de dar la espalda al comedor. Así, además, se logra tener vistas a la sala secundaria –la que está conectada con el recibidor–, al bar y al parque.
El bar, pedido especial del cliente que fue tomando forma durante los intercambios con Schvartzman y las visitas a galerías, es juguetón e irreverente, sin postergar la elegancia. Enmarcando el espacio de la barra, destaca una obra del recientemente desaparecido Alberto Borea que fascinó a los dueños desde el primer encuentro: una pistola inmensa, hecha con los restos de un vehículo de transporte público, que es a la vez manifiesto político y recordatorio de lo que representa vivir en Lima.
A su vez, el tablero del moderno mueble de bar, hecho de mármol, tiene un detalle fino y exquisito, unas vetas delicadas que asemejan ramas, con la intención de calzar la vista hacia el parque con los elementos interiores. Las bancas altas con asientos de cuero y las piezas con motivos prehispánicos completan el conjunto. La peruanidad es un elemento que también se repite en otros ambientes, para mantener un discurso cohesionado.
No hay un solo rincón que no esté pensado. “Ese bar no es para cualquier sitio”, afirma Schvartzman, “es específicamente para este espacio. Todo guarda una lógica de detalle”. A medida que avanza el recorrido, esta idea se refuerza.
El bosque interior
Además de sutilezas como el mármol de la barra de bar, la selección y disposición de las palmeras en las dos salas responden a la presencia del parque. El objetivo es producir la sensación de traer el exterior hacia adentro.
Así, en el comedor también, el vidrio pavonado, cuya principal misión era cubrir la vista del ducto del edificio, acaba aportando un aura onírica a una habitación que evoca naturaleza. La mesa para diez comensales también tiene tablero de mármol, pero con un diseño distinto del empleado en el bar. Sobre esta, resalta la fabulosa lámpara diseñada por la neoyorquina Lindsay Adelman, una estructura de ramas metálicas doradas que florecen en tulipas de vidrio soplado.
Ocupando un muro completo, un dramático paisaje de la selva colombiana del artista ecuatoriano Tomás Ochoa, quien trabajó esta fotografía de gran formato revelándola con pólvora al calor. A tono con el vidrio pavonado, sillas con respaldar de esterilla que continúan el juego de transparencias y texturas. Y, con ayuda de delicados ornamentos vegetales, nuevamente, el parque inundándolo todo con su presencia.
La poética y el humor también están aquí, como en la réplica del plátano de Basquiat intervenida sobre la pared azul, y solo un fragmento de un fabuloso políptico de Quisqueya Henríquez que luego se extiende por todo el muro colindante, en la sala principal. No queda un espacio sin algo que decir; cada pieza de arte seduce, cuenta algo. Sin gritar, sin sobreponerse a los demás elementos, pero manteniendo suficiente interés como para recorrer el entorno con la vista por horas, y escuchar, y disfrutar, y seguir.
Artículo publicado en la revista CASAS #289