La firma peruana 51-1 Arquitectos fue responsable de adecuar y potenciar un antiguo complejo industrial ubicado en un área protegida del emirato de Sharjah, para convertirlo en un moderno centro dedicado al arte, la cultura y la gastronomía. 

Por Sergio Rebaza

La idea parecía sacada de una mente tan delirante como brillante: convertir un complejo industrial ruinoso, situado dentro de un frágil entorno natural, en una edificación que irradie cultura, con el árido desierto árabe de fondo. Este fue el objetivo que se planteó la Sharjah Art Foundation (SAF), una institución privada dedicada a la conservación y promoción del arte en el emirato de Sharjah –uno de los siete que integran los Emiratos Árabes Unidos–, cuando adquirió la antigua fábrica de hielo de su ciudad, en 2015. 

Detalles del atrio escalonado bajo la nave sur de la fábrica e ingreso al restaurante, cuya fachada está inspirada en los caparazones de las tortugas que habitan y desovan en la reserva natural.

La SAF fue creada en 2009, y es dirigida por Sheikha Hoor Al-Qasimi, la hija del sultán Al-Qasimi, emir de Sharjah. Ella es, definitivamente, una figura clave del desarrollo artístico de este joven país, cuya cultura se asienta en un territorio con una historia de más de 5000 años. No es casualidad, pues, que la SAF se dedique, además de a la promoción del arte moderno, al rescate de la memoria cultural, artística y arquitectónica de este emirato. 

La recuperación del pasado

Este no es el único trabajo de puesta en valor que ha realizado la SAF; dicha institución ya había hecho algo similar con otro edificio icónico ubicado en el centro de la ciudad. Luego de más de cinco años (todo empezó en 2017, aunque la obra se inició en 2020, en plena pandemia), el trabajo fue culminado justo a tiempo para albergar la decimoquinta edición de la Bienal de Sharjah a inicios de febrero. El título del evento, paradójicamente, fue “Pensando históricamente en el presente”. Este complejo industrial de veinte mil metros cuadrados ya había sido usado en dos ediciones anteriores de esta bienal, antes de ser restaurado y ampliado por 51-1 Arquitectos, el estudio peruano liderado por Manuel de Rivero, Fernando Puente Arnao y César Becerra.

El pasaje techado que conecta la nave norte con el restaurante se encuentra a un paso de los manglares. Todas las vistas apuntan hacia ellos o a la inmensidad del desierto.

El encargo a la firma peruana tampoco fue una decisión casual. De hecho, Manuel de Rivero y la directora de la fundación habían coincidido en el jurado del Premio Príncipe Claus; fue en ese encuentro que ella confirmó que el estudio peruano calzaba con el perfil que estaban buscando: una empresa con presencia internacional, con experiencia en espacios artísticos –como el Museo de Arte Moderno de Medellín–, el diseño de restaurantes y, por supuesto, con gran capacidad conceptual para armonizar el valor patrimonial, la funcionalidad y el respeto por el entorno natural. 

Fábrica de sueños

La particularidad de este proyecto es que se ubica en un territorio en el que confluyen el área reservada de los Manglares de Kalba, en el estrecho de Omán, y el desierto, a pocos kilómetros de las montañas Al Hajar. Se trata de un área intangible que alberga a varias especies en riesgo, por lo que la intervención al complejo industrial debía realizarse con mucho cuidado, para evitar cualquier impacto sobre el entorno natural. No obstante, también resultaba primordial rescatar el valor del patrimonio arquitectónico.

El trabajo de 51-1 Arquitectos refleja una visión pragmática y ajustada a las necesidades específicas del proyecto, pensando en las limitaciones del presupuesto y en otorgar múltiples usos a cada elemento.

Es por ello que 51-1 Arquitectos optó por, en lo posible, mantener intacta la edificación original –con su característico techo en forma de serrucho–, para poner en valor las naves y convertirlas en enormes salas de exposición. A esto se sumó una serie de estructuras que buscan crear nuevos espacios abiertos con múltiples usos.

La primera intervención fue precisamente al edificio original (en la fachada ciega que daba a los manglares), al cual se le adjuntó un bloque con dormitorios y talleres para artistas residentes, un quiosco de snacks y espacios abiertos al paisaje natural. En el otro extremo (la fachada norte) se construyó un pasaje techado que conecta el edificio principal con el nuevo restaurante, el huerto y el espacio de oración, todo con vistas a los manglares y al arroyo que discurre a sus pies. Finalmente, se adaptó un espacio de doscientos metros cuadrados ubicado frente al complejo, para convertirlo en un conjunto de talleres para los artistas. 

El objetivo de esta obra fue rescatar un edificio con valor histórico y cultural para adecuarlo a nuevos usos dedicados al arte y la cultura, buscando, asimismo, abrirlo hacia el entorno natural.

“Nuestra idea”, señalan los arquitectos peruanos, “fue mantener y poner en valor la estructura original, y a eso sumarle nuevos conjuntos”. El resultado se obtuvo a partir de la suma de un trabajo tripartito, en el que cada uno cumplió un rol que ha devenido de forma natural luego de más de quince años juntos: De Rivero se hizo cargo de la parte conceptual, Puente Arnao se abocó a plasmar ese concepto en un diseño, y Becerra lo materializó. “Somos un tren cuyo trabajo se complementa”, señalan. 

Se trata, pues, de todo un logro para un estudio peruano que, además, históricamente ha sido pionero en la exportación del trabajo arquitectónico local en el exterior, y que ha requerido de un trabajo orquestado con una firma de construcción local. Eso y, por supuesto, varios viajes y la pandemia de por medio. Un extraordinario proyecto de largo aliento que combina la restauración de un complejo industrial histórico –para adecuarlo a los usos modernos de un centro dedicado al arte– y el respeto por el entorno natural de un país que anda por la vía rápida del desarrollo. 

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