En el valle de Chincha, el desarrollo de un invernadero fue motivo para que Laura Salazar, Pablo Sequero y Juan Medina emprendieran una reflexión acerca de lo que significa habitar un espacio, convivir con el entorno y construir con eficiencia.

Por Giacomo Roncagliolo
Fotos de Iván Salinero

A raíz de la pandemia, nació un proyecto que junta humanidad y naturaleza en un solo espacio, y que espera ser el primer paso de una inminente migración hacia los márgenes de la ciudad.

La apreciación del contexto llevó a los arquitectos a plantear una construcción ad hoc que aprovechara los materiales off-the-shelf, la mayoría de ellos procedentes del propio valle de Chincha.

En gran medida configurado por los nuevos paradigmas que trajo la pandemia, el proyecto surgió del deseo del cliente por materializar un espacio exterior en el cual, paradójicamente, pudieran refugiarse del encierro. La ilusión de escapar de Lima y aprovechar la propiedad que tenían en El Carmen, Chincha, donde hasta el momento solo habían desarrollado un huerto, los hizo también soñar con un invernadero que sirviera para cultivar vegetales y especias que pudieran llevar directamente a su mesa. A esa primera idea se sumó la inventiva del estudio arquitectónico Salazar Sequero Medina, que cristalizó aquellas imágenes en un proyecto que ellos llaman “siamés”. En palabras de Laura Salazar, una de las arquitectas, en este conviven “un interior para plantas y un exterior para personas”. Oportunidades y contextos

“Como estudio, nos interesa mucho desdibujar los límites entre lo domésticoy lo industrial; imaginar la posibilidad de que un invernadero pueda ser también una terraza”, explica Pablo Sequero, otro de los arquitectos a cargo.

En ese sentido, destaca las bondades intrínsecas de las infraestructuras de este tipo, cuyas mallas antiácidas –instaladas para repeler insectos y aves– también son capaces de embellecer la luz natural del valle de Chincha, produciendo un brillo interior que llama a las personas a cohabitar el ambiente. El énfasis en las cualidades de las texturas industriales atraviesa todo el proyecto, así como la premisa de priorizar la eficiencia y los bajos costos. Para lograrlo, el estudio de arquitectos se propuso aprovechar, en la medida de lo posible, materiales de construcción que estuvieran disponibles en los alrededores y que en circunstancias comerciales hubieran sido clasificados como merma. El ladrillo rococho (aquel que se ha cocido demasiado, ligeramente deformado y de color no uniforme) fue recogido durante meses de las ladrilleras de la zona y empleado para la elaboración de las estructuras principales. Lo mismo sucedió con los elementos metálicos, que antes de ser adquiridos eran vistos como sobras de los procesos de manufactura de invernaderos de escala agrícola.

Fue idea de los
arquitectos que la
terraza y el invernadero
conformaran un proyecto
conjunto, como dos
programas que coexisten
uno al lado del otro o dos
formas de entender un
solo sitio

“Este tipo de trabajo nos interesaba, no solamente por necesidad, sino también porque la escala del proyecto lo permitía”, matiza Laura Salazar. “Y porque además representaba una forma de entender que, para lograr una construcción que guste, no hacen falta piezas de lujo”.

Para lograr la máxima eficiencia y bajos costos, los arquitectos usaron materiales de construcción disponibles en los alrededores: lo que para otros hubiera sido merma, aquí se hizo insumo.

El respeto por el entorno y sus condiciones también jugó parte importante en la conceptualización de la obra. “La noción del offcut, la reutilización y la ampliación del ciclo de vida de los objetos, encajaba con el contexto”, señala Pablo Sequero. Con ello, explica el rescate estético de esas construcciones híbridas, inacabadas o inestables que uno encuentra al filo de la carretera. Sin romantizar su precariedad ni el peso social y económico que las sustentan, se logró aprovechar las ventajas que aportan en materia de utilidad y belleza, gatillando una reflexión sobre lo que solemos entender por buena arquitectura.

Una convivencia distinta

Un invernadero low-tech y una terraza apergolada donde se eleva la estructura cónica de un horno para pan es acaso la construcción más compleja. Un proyecto que hace de la simpleza su emblema, y de la simbiosis entre lo humano y el mundo vegetal, su concepto. Pronto comenzará la segunda etapa: una casa para huéspedes. Y algún tiempo después, la casa principal. Por ahora, este primer esfuerzo satélite funciona como catalizador del gran sueño de abandonar la ciudad, ir migrando poco a poco al campo, subsistir en las afueras con un nuevo ordenamiento y una relación más cercana con la naturaleza.

En este proyecto, el estudio formado por la peruana Laura Salazar y los españoles Pablo Sequero y Juan Medina encuentra una vía para abordar varias de sus inquietudes. “La escasez ha marcado mucho a nuestra generación”, reflexiona Pablo. “Una generación que vivió crisis tras crisis. Y, sin embargo, de la pandemia, justamente, nació un proyecto que nos demostró que con un costo mínimo se podía construir un espacio amable y generoso”. Son este tipo de propuestas –cuestionadoras, críticas, provocadoras– las que intentan perseguir: más que un lienzo en blanco donde plasmar principios estéticos rígidos, oportunidades para diseñar nuevas lógicas de coexistencia. Allí donde otros encontrarían precariedad o desechos, ellos descubrieron autenticidad, eficiencia y, fundamentalmente, vida.

 

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