Tras la muerte del artista, su taller en un penthouse de San Isidro –donde concibió su obra más emblemática y reunió una colección ecléctica de objetos– se revela como un espacio en el que conviven creación, memoria y legado. Su hijo menor, Gerardo Amador Chávez-Maza, abre las puertas de esta casa-taller a CASAS, escenario íntimo que pronto podrá ser disfrutado por todos.
Por: María Jesús Sarca Antonio | Fotos: Edi Hirose
El taller donde Gerardo Chávez creó su obra y albergó, durante décadas, una constelación de objetos, rituales y silencios, cerró sus puertas para siempre. Aquel espacio suspendido en un penthouse de San Isidro ya no volverá a abrir al público. Muchas de sus piezas más significativas están siendo trasladadas a Trujillo, donde serán resguardadas por la Fundación Gerardo Chávez o integradas al acervo del Museo de Arte Moderno. El lugar, que fue corazón de su proceso creativo, entra ahora en la esfera de la memoria y marca el inicio de una nueva etapa en la conservación de su legado.

En su taller de San Isidro, Gerardo Chávez reunió objetos, obras y recuerdos que hoy son testimonio de su vida creativa.
A lo largo de más de seis décadas, el artista Gerardo consolidó un legado excepcional no solo a través de su obra plástica, sino también mediante una intensa labor de gestión cultural que dio origen a instituciones como la Bienal de Arte de Trujillo, el Museo de Arte Moderno y el Museo del Juguete.
Su reciente fallecimiento, a los 87 años, volvió la mirada hacia uno de sus espacios más íntimos: su taller, ubicado en un edificio residencial de San Isidro. Se trata de un lugar con una carga casi mítica. El número 13, correspondiente al piso, fue suprimido del ascensor por superstición; en su lugar, solo se lee “PH”. “Eso le gustaba a mi papá, pues también era un poco supersticioso”, comenta su hijo menor, Gerardo Amador Chávez-Maza.

En un rincón de la casa-taller de Gerardo Chávez, dialogan tres tiempos: una figura de San Lucas Evangelista tallada en madera y pan de oro del siglo XVIII, una cruz del camino de inicios del siglo XX y un velero virreinal.
Un taller y un hogar a la vez
Concebido a fines de los años ochenta como casa-taller, el espacio respondía a una lógica dual: por un lado, funcionaba como un departamento completo; por otro, una fracción del área estaba dedicada estrictamente a la producción artística. El resto, cuidadosamente dispuesto, albergaba una colección heterogénea de objetos cargados de historia y sentido: arte moderno, cerámica precolombina, esculturas africanas, platería colonial, arte popular peruano y mobiliario de época.
“El taller fue un universo personal convertido en una especie de templo”, explica su hijo. “Para mi papá, sus espacios siempre reunían objetos diversos que construían un relato visual intuitivo, a veces sobrecargado, pero con una estética propia y con intención clara”.
En ese relato doméstico, lo ornamental no era accesorio, sino constitutivo del acto creativo. Cada objeto tenía una razón de ser y ocupaba su lugar como parte de un todo simbólico y afectivo.

Bibiana Maza y Gerardo Chávez en el día de su boda, en 1996.
Objetos con memoria
Entre los elementos más emblemáticos del taller destaca un maniquí del siglo XVIII, encontrado por Chávez en París, y por el cual no se detuvo hasta que fuera suyo. Durante los años setenta, este maniquí fue protagonista de una serie de estudios en pastel graso centrados en la figuración humana y la transparencia del cuerpo. “Lo vio en la calle, lo llevó a un anticuario y luego ahorró hasta poder comprarlo. Se volvió una especie de amuleto”, recuerda su hijo.
En medio de la sala se impone también un gran caballo de madera de la India, montado sobre un eje giratorio. “Como un carrusel: muchas personas se han subido, incluyéndome de niño. También sus nietas”, cuenta Gerardo Amador. Un objeto lúdico, casi escenográfico, que reflejaba el modo en que el artista articulaba la monumentalidad y el juego que de alguna forma caracterizaron su vida.

Alfedo Bryce Echenique, uno de los grandes amigos de Gerardo, solía visitarlo en su casa-taller, y juntos tocaban música criolla, boleros y yaravíes.
Juego, enseñanza y admiración
El taller fue, además, espacio de transmisión. Gerardo Chávez cultivó allí un vínculo íntimo con su hijo menor, basado en la observación, la enseñanza de la perspectiva, el trazo y la composición. “Fue una historia de complicidad educativa entre padre e hijo. Me enseñó a mirar, a pintar, a entender los bodegones”.
Aunque parte del departamento era usado por la familia, otras zonas, pobladas de piezas valiosas, imponían cierta distancia. “Para mi papá, era un espacio del hogar no habitable. No podía haber un niño de dos años corriendo entre obras y objetos frágiles”, recuerda.
En sus últimos años, la relación del artista con su taller se volvió aun más íntima y lúdica: “Ya no decía que iba a trabajar. Decía: ‘Voy a jugar’. El término ‘juego’ abría ese espacio a su corazón de niño”.

En el centro del taller, un gran caballo de madera montado sobre un eje giratorio —pieza lúdica y escenográfica traída de la India— evocaba el espíritu juguetón del artista. Durante décadas fue montado por sus hijos, nietas y algunos invitados.

Caballos de Ayyanar en terracota, traídos de la India, de fines del siglo XIX. En vitrina se observa la colección Nasca y platería virreinal.
Un lugar de encuentro
Más allá de lo introspectivo, el taller fue también un lugar de reunión. Se organizaron allí cenas, tertulias y encuentros con artistas e intelectuales. Entre sus visitantes frecuentes estaban Alfredo Bryce Echenique, con quien compartía veladas musicales –piano y guitarra–, así como Susana Baca, Antonio Seguí, Roberto Matta, Carlos Revilla, Venancio Shinki y Elda Di Malio.
Un hito especial en la historia de este lugar fue la boda del artista, celebrada el 16 de noviembre de 1996, coincidiendo con su cumpleaños. La ceremonia, pensada como algo íntimo, se transformó en evento público tras el encuentro fortuito con un periodista en el ascensor. “[El periodista] le preguntó por qué estaba tan elegante y él le respondió: ‘Hoy me caso’. Al final, llegó más gente y vino la prensa. Resultó muy lindo”.

Destaca una escultura Ejo de la cultura Urhobo, tres piezas de Marina Núñez del Prado, obras de Portocarrero y Seguí, junto a máscaras africanas y de Oceanía.
La ambientación fue obra de Marisa Guiulfo, amiga cercana del artista. “Le puso coronas de rosas a todas las esculturas de caballos en la sala. Todas las mesas tenían arreglos florales”.
Un espacio íntimo que abrirá sus puertas para todos
Actualmente, el taller permanece cerrado mientras la familia trabaja en la reapertura del Museo de Arte Moderno, prevista para setiembre. “Nuestro objetivo es mantener el legado, que es para mí mantener el espíritu de mi papá vivo en los espacios que él creó”, señala Gerardo Amador.
En paralelo, la Fundación Gerardo Chávez digitaliza su archivo personal (notas, fotografías, prensa, referencias visuales) y prepara exposiciones póstumas en Washington, México y París.

A la izquierda, una obra del chileno Roberto Matta, al fondo, piezas de la colección Nazca y una selección de platería virreinal y a la derecha, el plano Gaveau (Francia) que Gerardo Chávez amaba tocar en sus veladas más Intimas.
Una de las obras centrales en este nuevo ciclo es “La procesión de la papa”, realizada en ese mismo taller en 1995. “Ese año murió su hermano, un momento muy duro que lo aleja temporalmente de la pintura. Esta obra marca su retorno. Es, sin duda, su pieza más icónica dentro del arte peruano moderno”. Actualmente, se encuentra en proceso de ser declarada Patrimonio Cultural de la Nación.
Gerardo Chávez concibió su taller como una obra total: un lugar de producción, contemplación, enseñanza y encuentro. Hoy, ese espacio se trasladará a Trujillo y se convertirá en una experiencia de memoria y aprendizaje, abierto al diálogo con el tiempo. “Soy como un fan de su trabajo”, concluye su hijo, “y creo en la trascendencia y atemporalidad de su obra. Tiene un lenguaje tan profundamente peruano como universal”.

Maqueta de la casa hecha por Tsuguharu Foujita, junto a una figura colonial de madera y una escultura de cerámica de Rosamar Corcuera.
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