El arquitecto Enrique Leguía buscaba un escape de Lima y encontró un proyecto de vida. En lo alto de Lurín ha construido una casa de inspiración precolombina y medieval, una sucesión de interiores y exteriores amparados por la nobleza de la piedra y alimentados por la energía del apu.
Por Rebeca Vaisman / Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart
Llegó a Lurín a ciegas, guiado solo por la necesidad de aislarse de la vida urbana. Para encontrar el terreno ideal, Enrique Leguía se subió al cerro más alto que encontró sobre el pueblo de Buena Vista. Nunca un lugar fue mejor bautizado: era un día despejado y desde la cima pudo ver, sobre el horizonte, la ciudadela de Pachacámac, el valle de Lurín, las islas y el mar. Alcanzó incluso la punta de Pucusana, mucho más al sur. Ese panorama, ese descubrimiento, fue una conmoción para el arquitecto. Fue como escalar a otra dimensión. Entendió que había encontrado lo que buscaba. De esto han pasado catorce años.
La palabra “apu” proviene del vocablo quechua designado para “señor”. En la cosmovisión precolombina, el apu es una divinidad, el espíritu de la montaña. Cuando llegó a este cerro, Leguía halló un paisaje lunar, desértico, árido, pero con una vista y una energía excepcionales. Se hizo de casi cinco hectáreas y se dispuso a diseñar una casa que experimente con las raíces ancestrales de la zona que la rodea. “Hace catorce años esto estaba abandonado, pero el Cono Sur es el futuro de Lima”, asegura el arquitecto, aguzando la vista desde lo alto de su cerro.
Planos sobre piedras
La casa en sí es una sucesión de ambientes interiores y exteriores que se van desarrollando en las laderas y hacia el centro del cerro. Leguía reinterpretó la andenería inca, incorporó también un juego de plataformas geométricas a manera de vínculo con las cercanas ruinas de Pachacámac. Por otro lado, en las torres y los interiores oscuros con piedra vista, el arquitecto reconoce también una presencia medieval. “El sitio pidió estas referencias”, precisa. “Por su material, por el entorno”.
Leguía diseñó un plan maestro para su extenso programa, pero este planteamiento general cambia a medida que va avanzando y hundiéndose en la montaña: “Si encuentro roca blanda puedo trabajarla, si encuentro roca dura, pues la dejo”, explica. El proceso constructivo se enfrentó primero a dos metros de roca fracturada, polvo, tierra y guano. Esa primera capa se retira hasta llegar a la roca madre, la roca viva, que es donde empieza la fundación de la edificación. Ahí se ponen fierros y se levantan muros de piedra con toda esa primera capa extraída a manera de relleno. No se puede perforar más allá de la roca madre, pero para Leguía es tan preciosa que la deja vista en muchos de sus espacios.
El plan general incluye el paisajismo del terreno. Tuvo que tener paciencia y entender la tierra salitrosa en la que quería sembrar nueva vida. Finalmente logró que el verde prenda sembrando especies como molle serrano, molle costeño, gramíneas, suculentas, casuarinas y eucaliptos, entre otras. Para el arquitecto es fundamental involucrar a la comunidad de Buena Vista (para la construcción contrató a sus pobladores) y enriquecer la zona más allá de su propiedad. Por eso asumió la siembra de ochocientos árboles donados por Serpar, y ha construido un área deportiva y próximamente erigirá un parque de esculturas. Para Enrique Leguía, este es “el gran proyecto” de su vida.
El custodio de la montaña
Para moverse de un ambiente al otro –del dormitorio a la cocina, o a la oficina, por ejemplo–, debe atravesarse el exterior. En verano, cuando el tiempo es estupendo en Lurín, Leguía suele pasar la noche en el sofá de la terraza.
Los espacios se componen de una mezcla de piezas diseñadas por el propio Leguía (como una chaise longue de fierro y la mesa de mármol de la terraza principal), con otras que provienen de la casona centenaria en la que vivió hasta hace unos años. Son muchas las piezas con creatividad e historia: en la piscina, las mesitas de apoyo de las tumbonas son, en realidad, los peldaños de la escalera de su casa anterior. Las antiguas ventanas se transformaron en aparadores, y los vitrales en lámparas. Las antigüedades no las restaura, le gustan así, “con sus cicatrices y sus huellas”. “Esas imperfecciones se convierten en estética y me hacen sentir humano”, asegura Leguía. Él no habla de decoración, sino de volúmenes, de paisajismo.
El proceso de construcción de su casa en Lurín ha influido en su práctica arquitectónica. “Me ha sensibilizado con los materiales y me ha alejado de la idiosincrasia limeña que es un poco elitista, un poco frívola. He cambiado mi mentalidad”, reflexiona Enrique Leguía. “Vivo con ese magnetismo que uno percibe al llegar acá, no hay persona que venga y no lo mencione”, dice, con la misma emoción que sintió cuando halló el cerro desnudo. Esa emoción que despertó al apu y lo trajo a la vida.
Artículo publicado en la revista CASAS #251