Si bien los festejos patrióticos fueron alguna vez populares, integradores y democráticos, con el paso del tiempo los limeños se han vuelto más espectadores que protagonistas de las celebraciones nacionales.

Por Fred Rohner 

«Un 28 de julio en Lima” es el subtítulo que tiene una de las primeras obras sinfónicas compuestas en el Perú: la “Rapsodia peruana” (1868) del compositor Claudio Rebagliati. La obra –si no la ha escuchado, ¡qué está esperando!– de este músico italiano afincado en el Perú desde los quince años constituye una suerte de paseo sonoro por la ciudad el día de la conmemoración de nuestra independencia. Por ello, quizás una de las cosas que llamó mi atención la primera vez que la escuché fue la diversidad de músicas festivas que Rebagliati amalgamaba en esta obra, entremezclándolas con variaciones de la melodía de nuestro Himno Nacional: sonoridades propias del salón aristocrático, músicas criollas, pero también cashuas andinas y yaravíes aparecían en los intersticios de los arreglos elaborados a nuestro himno que servía como una suerte de leitmotiv.

“Declaración de la Independencia”, ilustración de Francisco González Gamarra.

Contrariamente al triste panorama actual en el que quienes pueden huyen de la ciudad en las Fiestas Patrias, y en el que lo más celebratorio que tenemos es ese aburridísimo Te Deum y, al día siguiente, las marciales comparsas de las bandas de guerra que acompañan a la parada militar, en el siglo XIX –al menos– la gente parecía tener algo que celebrar ese día y lo hacía –como lo muestra Rebagliati– con música, pero no únicamente. El día de hoy se trata de una celebración “oficial” y, por ello, como todas las cosas oficiales, el aspecto que adquiere es muy acartonado o, en todo caso, muy poco festivo.

Lima festiva

La independencia del Perú frente al imperio español y su paso a la vida republicana no fue una tarea sencilla. Como lo han recordado muchos historiadores, se trató de un proceso complejo que no se inició con la llegada de San Martín, sino muchos años antes; y no concluyó necesariamente con las batallas de Junín y Ayacucho lideradas por las tropas de Bolívar. Por ese motivo, los libertadores fueron conscientes de la importancia de irradiar en la población –en un nivel simbólico– los beneficios de la independencia y los nuevos hábitos que la vida de una República exigía. Para ello, las festividades y las celebraciones cumplieron un papel fundamental.

Celebración en la pampa de Amancaes. Colección de la PUCP.

En un inicio, los ritos celebratorios de la independencia no pudieron alejarse demasiado de las pautas impuestas en la colonia. La propia declaración de la independencia tuvo que continuar con las formas de la declaración del poder real. Por ello, la proclamación se efectuó en la Plaza Mayor, en la de La Merced, en la de Santa Ana y en la Plaza de la Inquisición. Las celebraciones posteriores, como lo recuerda Odriozola, congregaron a las élites limeñas en Palacio. Odriozola rememora dichas celebraciones con las siguientes palabras: “Aquí sería de desear que pudiese describirse la magnificencia de esta y de las demás funciones, como igualmente la costosa decoración de caprichosas iluminaciones, jeroglíficos, inscripciones, arcos, banderas, tapicerías y en las cuales compitió a porfía este vecindario”.

Desde esas primeras celebraciones, la conmemoración de la independencia se iniciaba en la víspera, el 27 de julio, con el repique de las campanas de la ciudad y con música y bailes. Se trataba de una celebración que involucraba a toda la población. Por ello, la Plaza Mayor y los alrededores del centro de la ciudad –como en otras festividades– eran ocupados por todos los ciudadanos, quienes celebraban las Fiestas Patrias según sus costumbres. La celebración oficial no se imponía a las celebraciones de la población, sino que las acompañaba. Las músicas de las bandas militares que partían del cuartel de Santa Catalina hacia la Plaza Mayor eran seguidas por los vecinos de Lima en actitud festiva, como lo describen los periódicos de la época.

Acuarela de José Alcántara La Torre para “Variedades”.

Lima era una fiesta. No solo la plaza se llenaba de vendedores que expendían todo tipo de viandas y bebidas a la población, sino que los castillos y fuegos artificiales iluminaban el cielo en esos días. Las celebraciones públicas eran remedadas por celebraciones privadas con bailes y convites. El teatro disponía funciones especiales para estas celebraciones y el desfile de las bandas militares adquiría más bien el aspecto de una procesión, pues todos, sin distingo, participaban de la fiesta. Ismael Portal, en su libro “Del pasado limeño”, lo recuerda de la siguiente manera:“Por donde quiera que camináramos mañana, tarde y noche el eco glorioso del himno a la Patria salía de todos los hogares… los artistas teatrales ensayaban sus mejores obras, las músicas marciales levantaban el espíritu público y las bellas hijas del Rímac contrataban en los jardines todas las flores para arrojarlas desde los balcones”.

Meros espectadores

No obstante, con el paso de los años esta algarabía comenzó a disminuir. A fines del siglo XIX, y con mayor nitidez en los primeros años del siglo XX, las celebraciones populares comenzaron a controlarse desde el ayuntamiento y fueron desplazadas poco a poco del centro de la ciudad hacia el Parque de la Exposición. Aun cuando la idea detrás parecía noble –dar cabida a una población más numerosa para que pudiese presenciar los castillos de fuegos artificiales y celebrar en un lugar más adecuado para garantizar el orden público–, lo cierto es que el alejamiento de la población del centro en el que se ejecutaban los actos oficiales fue restando con los años el carácter festivo de las décadas anteriores.

“Entrada de San Martín a Lima”, por José Alcántara La Torre, en “Variedades” (28 de julio de 1921).

Esto se reflejaría de manera clara en la celebración del primer centenario de la independencia, que se cumplió en 1921. Se encontraba en el poder Augusto B. Leguía, quien había puesto en marcha su proyecto de la “Patria Nueva”. Por ello, las celebraciones de ese primer centenario fueron, antes que un motivo de festejo popular, la ocasión para legitimar su gobierno. Dicha legitimación vino acompañada de un proceso de modernización del país, particularmente de Lima, en los códigos europeos de lo que era considerado moderno y civilizado. Sin embargo, las celebraciones del centenario dejaron numerosos regalos para la población: la fuente china del Parque de la Exposición, el arco español, el monumento a Manco Cápac o el Estadio Nacional fueron algunos de los regalos de las delegaciones extranjeras a los peruanos por el aniversario de su independencia. Pero, al margen de la alegría generalizada de la población, la celebración fue ya un acto oficial que, pese al conocido populismo de Leguía, mantuvo a la población como simple observadora de los festejos.

Aunque en muchas provincias los festejos por las Fiestas Patrias siguen congregando la alegría popular, lo cierto es que con el pasar de los años los peruanos nos hemos convertido en meros espectadores de una fiesta que deberíamos hacer nuevamente nuestra. Por ello, el próximo 28 de julio apaguemos nuestros televisores. Dejemos al Estado los Te Deums y las paradas militares, y volvamos a celebrar en las calles, en nuestras casas, con los amigos, con la familia, que hace casi doscientos años dejamos de ser súbditos para convertirnos en ciudadanos.