A Truman Capote le fascinaba la gente exitosa que, como él, sabía diferenciar entre la clase y el dinero. En palabras de su biógrafo, Gerald Clarke, “la placidez le aburría; la turbulencia le encantaba. Y si no había turbulencia, tiraba la piedra, escondía la mano y se quedaba a ver qué pasaba”. A continuación, conmemorando el sesenta aniversario de la emblemática novela “Breakfast at Tiffany’s”, nos aproximamos a algunas de las bellezas que lo inspiraron para crear a su protagonista: Holly Golightly.

Por Gerald Clarke

“Sin clase no se es nada”, concluiría. No era solo cuestión de presentar una fachada brillante y pulida. Era un ideal platónico, una manera de ver el mundo y una manera de vivir, y todas las extraordinarias mujeres y casi todos los hombres que admiraba tenían clase en mayor o menor grado. El dinero no podía comprarla, pero la verdadera clase, la gran clase, que era lo que más valoraba, era, pese a todo, imposible a menos de poder bañarse todos los días en el profundo pozo de una buena cuenta bancaria. “Cuando yo era joven”, confesaría, “quería ser rico, enormemente rico. Mi madre, después de divorciarse de mi padre, se casó con un hombre rico, pero eran ricos de la clase media-alta, y eso es peor que ser pobre. Los ricos de la clase media no tienen gusto. Hay que ser muy rico o muy pobre. Los de en medio no tienen el menor gusto. A mí me enviaron a buenos colegios, pero yo odiaba a los muchachos ricos. No tenían gusto. Siempre me he movido entre los ricos, pero era muy consciente de que yo no lo era”.

En realidad, Truman no estaba tan obsesionado por el dinero como por quienes lo tenían. Salvo raras excepciones, a él no le gustaban los ricos de toda la vida, los adoradores del linaje, la gente de sangre azul de Boston y Filadelfia. Y, por supuesto, con los ricos vulgares se aburría, con los magnates de galerías comerciales de Ohio o con los del petróleo de Texas y Oklahoma. Eran los otros ricos los que le fascinaban, casi todos neoyorquinos, pero también europeos; gente poderosa y de éxito que sabía, como él, cuál era la diferencia entre lo que tenía clase y lo que simplemente costaba mucho dinero.

Con C. Z. Guest, “quien rebelándose contra la sociedad de Boston en la que había nacido trabajó como corista y posó desnuda para Diego Rivera”.

Consideraba a esa élite –los ricos con clase– de la misma manera que los griegos consideraban a sus dioses, con una mezcla de temor y de envidia.
Creía que el dinero no solo ensanchaba sus vidas sino que también les excusaba de las habituales normas de comportamiento –y en realidad, de toda norma–. “Me comentaba que si eres una chica muy, muy rica, no te casas de la misma manera que una chica normal”, diría Carol Marcus. “Te casas de la misma manera que otra persona emprende un viaje al extranjero. Te quedas allí hasta que te cansas, y luego te vas a otra parte”.