Al igual que Arch (su padre), consideraba a los ricos como ungidos por la Divinidad, como la única gente verdaderamente liberada en toda la capa de la Tierra. “La libertad de aspirar a los valores estéticos de la vida es una dimensión sobreañadida”, comentaba, “como poder volar mientras los otros caminan. Es maravilloso saber apreciar un cuadro, pero ¿por qué no poseerlo?”. Aunque nunca tuvo dinero para comprarse alas –o cuadros, que para el caso es lo mismo– estaba decidido, como mínimo, a que le aceptasen como miembro invitado en la divina sociedad que sí lo tenía.
Su amigo Oliver Smith lo comparaba, sin errar demasiado, a un gato que vivía en el jardín de los Smith, en Brooklyn Heights. “No era más que un gato callejero que merodeaba por las inmediaciones comiendo lo que podía. Estaba delgado –delgadísimo– y se quedaba frente al porche mirando con fijeza hacia la cocina. Se empeñaba en entrar en casa, pero yo no quería. Ya tenía cuatro gatos, lo que constituía una considerable población felina. A veces le dábamos de comer en el porche pero no le dejábamos entrar. Al final, terminó por meterse en la cocina y se ha convertido en el amo de la casa. ¡Está enorme! Nunca tiene bastante. El ansia de Truman por un lujoso entorno era algo parecido a la del gato”.
No había en todo el mundo un grupo más brillante que el de las regias mujeres a las que Truman tuteaba. Lo que le atraía hacia aquellos elegantes cisnes no era solo su belleza, sus riquezas y su clase (porque había muchas mujeres que tenían las tres cosas y le desagradaban). Lo que cautivaba su imaginación, lo que hacía que sus predilectas brillasen tanto a sus ojos, era una virtud básicamente literaria: todas tenían historias que contar. Pocas habían nacido con dinero o con posición; su vida no siempre había discurrido por aguas tranquilas. Habían forcejeado, maniobrado y luchado para llegar hasta donde llegaron. Se habían hecho a sí mismas, igual que él. Cada una de ellas era una artista, decía Truman “cuya única creación era su caduco yo”.
No pasaban de una docena las moradoras de su Acrópolis de bellezas con clase: Gloria Guinness, por ejemplo, de origen mexicano, que tras años de pobreza y privaciones había emergido victoriosa como esposa de Loel Guinness, miembro de una de las grandes familias de banqueros británicos; Barbara Paley, que a ojos de Truman era espléndida e incomparable y, al igual que sus dos hermanas, había sido preparada para hacer un gran matrimonio y que logró su objetivo casándose con el fundador de la CBS. Y C. Z. Guest, que rebelándose contra la sociedad de Boston en la que había nacido trabajó como corista y posó desnuda para Diego Rivera, que le pintó un cuadro que durante mucho tiempo estuvo colgado en el bar del Hotel Reforma de Ciudad México. Luego, cesando en su rebelión, se casó con Winston Guest, heredero de un gran capital que sus antepasados habían ido amasando en acciones, y se dedicó a una vida tranquila, regalada, con fiestas y caballos. Y también Slim Hayward (Slim Keith, después de su nuevo matrimonio), que lo había escuchado en aquel enternecedor monólogo en Copenhague.
El verdadero nombre de Slim era Nancy Gross y había nacido en Salinas, California. Su delgadez –de ahí su apodo– y su belleza, tan típicamente americana, impresionó tanto a Carmel Snow que, a mediados de los años cuarenta, la había hecho salir prácticamente en todos los números de “Harper’s Bazaar”. Howard Hawks, su primer marido, la utilizó como modelo para sus heroínas de la pantalla, como Lauren Bacall; y Leland Hayward quedó tan prendado de su ingenio y vivacidad que se divorció de Margaret Sullivan para convertirse en su segundo marido. Y también estaba Pamela Churchill, la ex nuera de Winston, cuyo magnetismo hizo que en ocasiones Hayward dejase a un lado a la propia Slim. Asimismo Marella Agnelli, la esposa del magnate de la Fiat Gianni Agnelli, que, en palabras de Truman, era “el cisne europeo número uno”.
Y si la historia de cada una de estas mujeres desvela un carácter novelesco, también lo tenía la suya, y el papel que él representaba es familiar a los lectores de la novela clásica francesa: el del joven parvenu que sin más que su encanto y la fuerza de su personalidad conquista a la crème de la crème de las grandes metrópolis. Fue lo que hizo Julien Sorel en “Rojo y negro” de Stendhal; lo que Lucien Chardon hiciera en “Las ilusiones perdidas” de Balzac; y lo que el narrador de Proust, Marcel, hiciera en “En busca del tiempo perdido”. Y eso mismo hizo Truman en su vida. Para su mentalidad no pudo existir mejor alianza entre lo afectivo y lo profesional; entre su casi religiosa adoración de los preciosos cisnes, en cuya distante Armada entonces formaba, y su conciencia de cada uno de ellos podía convertirse en un memorable personaje de una gran novela.
Probablemente fue entonces, en aquel periodo de entusiástica conquista de la segunda mitad de los años cincuenta, cuando se imaginó como el Proust norteamericano, como un escritor que, algún día, haría con los modernos ricos norteamericanos lo que Proust, trabajando por la noche en su acolchada habitación, había hecho con la aristocracia francesa de la belle époque. En cierto sentido, consideraba a Proust como su mentor. Proust no había influido en su estilo narrativo (en este aspecto Flaubert sería siempre su maestro) pero sí con su ejemplo personal. “Siempre tuve la sensación”, confesaría Truman, “de que era una especie de amigo secreto”.
Afortunadamente para Truman, sus adorados cisnes disfrutaban de su compañía tanto como él de la suya. Su afición al chismorreo era tan poderosa como la de él y, siempre que se creyesen libres de los chismes, lo que ingenuamente creían, reían cuando él crucificaba a la otra gente de su grupo, y se lo pasaban en grande con su gran talento para atizar el fuego de la discordia (la otra cara de su complejo de Pigmalión).
La placidez le aburría; la turbulencia le encantaba. Y si no había turbulencia, tiraba la piedra, escondía la mano y se quedaba a mirar a ver qué pasaba. “Era como si hiciese un solitario intelectual”, comentaba Slim. “Se sacaba algo de su propia cosecha, una auténtica patraña, y explicaba, por ejemplo: ‘¿Sabéis que X se las está teniendo con Y?’ Y yo le decía: ‘Vamos, Truman, por el amor, de Dios. ¡Esto es ridículo!’. Pero empezaba a darle vueltas y terminaba preguntándome si sería de verdad tan ridículo. No sé si en realidad se proponía liarla, pero podía provocar muchos problemas”.
A lo largo de los años, sus chismes, verdaderos o falsos, contribuyeron a acabar con más de una amistad y más de un matrimonio, a la postre, como el de la propia Slim. “Si me lo propongo, en Nueva York puedo acabar con cualquiera”, alardeaba ante Slim. Algunos de sus antiguos amigos, a quienes al principio hacía gracia su papel de Puck, acabaron detectando que desprendía verdadera malevolencia en sus chismorreos. Uno de estos amigos era Newton, quien –después de dos años de separación–, almorzó con él en el Plaza en la primavera de 1954. A Truman parecía habérsele agriado el carácter en aquel intervalo, concluyó Newton, que se quedó con tan mal sabor de boca tras el encuentro que anuló el resto de su estancia en Manhattan y tomó inmediatamente el avión para Northampton. También aquella noche le confió a su Diario lo que pensaba sobre Truman. “Ha sido penoso”, escribió, “lleno de chismorreos, de maldades; un rato muy desagradable”.
Cuando no se entretenía contando cuentos de los demás, los contaba de sí mismo. A sus nuevos amigos les hablaba de su infancia, de la santa Sook y de sus excéntricas primas, las Faulk, e incluso de su vida sexual. “Un amigo mío fue una vez a cenar invitado a casa de una pareja que acababa de pasar una semana con Truman”, diría Glenway Wescott. “Eran gente refinada, pero se reían a mandíbula batiente cuando me lo contaban. Decían que nunca habían visto nada igual. Al principio, le preguntaron cómo empezó su homosexualidad y él se explayó y les contó su primer orgasmo, su primera experiencia infantil, su primer novio mayorcito, etc. Me pareció de lo más divertido. Se había dado cuenta de que a las mujeres que hacen vida social les gusta saberlo todo”.
También había descubierto Truman que, por más colmadas que estén de todos los placeres que se pueden comprar con dinero, las mujeres que hacen vida social –y los hombres también– se mueren por divertirse. Y ¿quién podía proporcionar mejor diversión? ¿Quién tenía más práctica que Truman? “Por entonces era una gozada tenerlo cerca”, recordaba Eleanor Lambert, amiga íntima de Gloria Guinness. “A todo le sacaba punta. Era como un chico precoz, tan vivaracho y divertido. Conseguía que todos volviesen a la infancia. Él y Gloria siempre se reían. Una vez fuimos los tres a visitar el Hotel Fontainebleau, en Miami Beach, que estaba considerado el colmo del buen gusto. Detrás de la barra del bar había una gigantesca pared de vidrio. Era la pared de la piscina y mientras estabas allí sentado en el bar podías observar la gente bajo el agua. Pasaban nadando y, aunque ellos no lo sabían, podíamos verles hacer pipi en el agua. Era horrible y yo dije que me quería ir. Pero Truman y Gloria lo encontraron cómico. No pude arrancarlos de allí”.
Y donde iban las esposas allá iban los maridos. Incluso quienes no habían leído sus libros advertían que Truman, con aquellos escrutadores ojos azules, era más que un bufón. “Tenía una personalidad muy versátil, polícroma y varia, como un globo hecho con espejuelos sobre los que incidiese la luz en distintos ángulos”, decía Slim. “Pero en el interior de ese globo se encontraba una mente de verdad extraordinaria. Era una de las tres o cuatro personas más brillantes que he conocido en toda mi vida. ¡Me entusiasmaba ver funcionar aquel cerebro! Ir con él a almorzar a un buen restaurante era una de las cosas más divertidas que se pudiera imaginar. Pero lo que más me gustaba era sentarme a solas con él después de cenar y dejar que se explayase. Los amigos lo adorábamos”.
Por entonces los ricos con clase vivían en un pañuelo. Así por ejemplo, Slim se casó con Lelan Hayward en el jardín de la hacienda de los Paley en Long Island; los Paley y los Guinness eran íntimos; y casi todo el mundo había visitado alguna que otra ruina griega en el yate de los Guinness o de los Agnelli. Conocer e invitar a Truman estaba de moda. “En cuanto entró en ese núcleo social subió muy deprisa”, dijo Oliver Smith. “Los ricos buscan objetos que les diviertan: así se escribe la historia”.
Truman los visitaba a menudo en sus domicilios, tenía su propio camarote en sus yates, y era pasajero de honor en sus aviones particulares. Le reservaban un lugar junto al fuego, y allí estaba él escuchando cuando se servía el coñac después de cenar, cuando las voces se apagaban y los corazones se abrían revelando sus secretos. Ante él se desentrañaban tramas suficientes para cien novelas: de mantenidos efebos que heredaban regias mansiones a la sombra de Nôtre Dame, de asesinos blanqueados por la sociedad, y de todo tipo de emparejamientos bajo la suntuosa suavidad de las sábanas de Porthault. Veía, oía, y lo grababa todo en su mente. Nada se le escapaba.
Pero, por más extraordinarias que fuesen las historias que le susurraban al oído, ninguna lo era tanto como la de aquel escritor grotescamente bajito y de voz aniñada, de Monroeville, Alabama, que por sí mismo, había subido hasta lo más alto del dorado Olimpo.