“La campaña electoral no fue un circo. Fue un festival de ramplonería, un vertedero de lo que nadie quiere usar”.

Por Javier Ponce Gambirazio, escritor y cineasta

Javier Ponce Gambirazio

Esta mañana pido un taxi donde Paloma San Basilio me advierte: “¡No insistas más, la fiesta terminó!”.

–Pero ¿qué fiesta?

–La fiesta democrática, señor –responde el taxista.

¿Fiesta? Quizás se refiere a este cotillón feísta que dejó la democracia en las calles: caras de piñatas mal maquilladas, dibujos infantiles y propuestas que resaltaban lo peor de cada candidato anunciado en la selva de carteles sostenidos por miles de listones de madera. La mitad de la Amazonía deforestada por la minería ilegal y la otra mitad, por la campaña electoral.

Para muestra, los botones de una camisa. Un padre competía contra su hijo. Otro utilizaba la desgracia de su hija para construirse una carrera. Y una mujer que parecía Carlos Álvarez disfrazado de la Bachelet adoraba la imagen del padre muerto. Pero si de chantajes emocionales hablamos, hubo un excantante que abrazaba a un chico con síndrome de Down prometiendo un distrito inclusivo. Y cuando creíamos haberlo visto todo, nos invadían los zombies. Una Thalía con el cuerpo tartamudo prometía un distrito “feliz, feliz, feliz”, mientras una momia xenófoba decía que su mujer le agarraba ‘la cosita’. Quizás el diminutivo explicaba su obsesión por convencernos de lo macho que era.

Pero lo realmente disparatado fueron las propuestas. Uno ofrecía deporte gratuito en la Costa Verde. Señor, todo deporte callejero es gratuito. Otros pretendían invadir territorios ajenos a la municipalidad como la educación y el trabajo, cuando ya existen ministerios para eso. O investigar al antecesor. Hello! ¡Existen la Contraloría y el Poder Judicial! A eso se dedicó una alcaldesa y no construyó ni un metro cuadrado de pista en esta ciudad donde cada año tenemos más cien mil autos nuevos. Con que se ocuparan de la municipalidad estaría bien.

Javier Ponce Gambirazio

Hubo un reincidente que cuando fue alcalde dio repetidas muestras de intolerancia e ineficiencia, y ahora quería hacer piscinas municipales en este desierto donde el agua es un lujo al que muy pocos tienen acceso y en el que las calles simulan muros incas donde no puedes meter un alfiler entre un carro y el otro. A menos que hubiera sacrificado los parques, no me imagino dónde podría haberlas metido. Las piscinas, digo. Otro iba a hacer un velatorio municipal. ¡Qué ilusión! Votaría por él y moriría para hacer uso de sus instalaciones.

Era más fácil saber por quién no votar. Antes temíamos a los candidatos presidenciales, pero ahora tenemos miedo de los alcaldes. Difícil saber si es preferible que roben o que concreten sus propuestas. Cómo estará de normalizada la corrupción que, como gran cosa, un candidato hacía alarde de su certificado de antecedentes penales, limpio.

–Más parece un circo –intenta excusarse el taxista.

Más respeto. En el circo se exhiben las destrezas humanas llevadas a su máxima expresión. La perfección de un instante que tarda años en lograrse. Pienso en la mística de los cirqueros y no hay forma. Esto no fue un circo. Fue un festival de ramplonería, un vertedero de lo que nadie quiere usar.

Me quedo con una postal, con el momento más bonito del primer debate. Uno de los candidatos dijo que quería “ofrecer su vida por la ciudad”. Confieso que lo imaginé volándose los (pocos) sesos en plena transmisión. Un acto de coherencia y sinceridad. Algo histórico. Por fin un político cumplía con su palabra. Hasta hubiera votado por él.