La peatonalización de calles se ha convertido en la solución para enfrentar los problemas que origina el excesivo tránsito de vehículos. No obstante, el reto que enfrentan los alcaldes no solo es urbano sino también psicológico.
Por Luis Felipe Gamarra
Desde que se empezaron a peatonalizar los centros históricos en Europa, a mediados del siglo XX, los urbanistas comenzaron a repensar el uso que se le da a la calle, en busca de equilibrar la proporción entre vehículos y peatones, con la finalidad no solo de corregir los desequilibrios que produjo la modernidad, sino como un mecanismo para recuperar el valor inmobiliario de los patrimonios históricos. Las ciudades de Rotterdam y Stevenage (Inglaterra) se disputan el haber definido las primeras calles peatonales con fines comerciales. No obstante, la ciudad considerada pionera en el desarrollo de calles peatonales como sistema fue Copenhague. En 1962, para resolver el problema del tráfico, esta metrópoli cerró el tránsito de vehículos en la calle principal, Stroget, de más de un kilómetro de longitud. Conforme se cerraron los primeros tramos, se peatonalizaron otras vías aledañas, se formó una zona peatonal importante y Copenhague se transformó en una de las ciudades más sostenibles.
Esta perspectiva se ha replicado en América Latina, en capitales como Quito, Santiago y Buenos Aires, y más recientemente en Bogotá con la peatonalización de la llamada Séptima, donde se han revivido siete calles tradicionales con el peatón como elemento clave de la identidad urbana. Para el arquitecto Augusto Ortiz de Zevallos, entre los impactos que se generan en el corto plazo, están la mejora de las condiciones ambientales –por la menor contaminación de CO2–, la reducción de la accidentalidad –ya que el área está diseñada para la circulación segura del peatón– y la revitalización del espacio público –generada por la construcción de elementos que hagan accesible la calle para cualquier tipo de usuario–. En el largo plazo, explica, se obtendrá un perímetro en el que el valor de la propiedad será más alto, porque los habitantes lo identifican como seguro, sereno y agradable. No obstante, el problema muchas veces no es de orden urbano sino psicológico.
San Isidro a pie
En San Isidro, el alcalde Manuel Velarde intenta reducir la densidad automotriz al eliminar zonas de parqueo, que son reemplazadas por bancas y estacionamientos de bicicletas o playas enteras de estacionamientos, con parques con espacios recreativos para los niños. Sin embargo, a pesar de que parece una propuesta sensata, son los vecinos los primeros en protestar por el regreso de zonas vehiculares. Los vecinos de la calle Los Libertadores, paralela a Los Conquistadores, están enfrentados con la municipalidad por la construcción de un bulevar peatonal en esa calle que contempla la ampliación de veredas peatonales, recuperación de 2600 metros de áreas verdes, iluminación ornamental y una ciclovía. No obstante, los vecinos reclaman porque este proyecto incluye, como no podría ser de otra manera, la eliminación de parqueos en las siete cuadras.
“No es fácil convencer a los habitantes de una metrópoli de la necesidad de peatonalizar las calles”, señala Velarde. “Son años de vivir bajo un esquema en el que el auto ha sido el eje de la calle. Nosotros, como parte de nuestra propuesta, de hacer una comuna más habitable, hemos cerrado estacionamientos para reconvertirlos en áreas de descanso para el peatón, pero son los mismos vecinos los que nos critican”. Para él, la peatonalización de vías forma parte de un conjunto de medidas que deben tomar las gestiones municipales, y acompañar este enfoque con la construcción de áreas verdes, estacionamientos subterráneos, ciclovías y trasporte público sostenible. Para él, los proyectos ediles como los del alcalde Luis Castañeda, con el desarrollo de pasos a desnivel como propuesta central, son insostenibles.