Finalista del Premio Casas 2015 en la categoría de diseño, Rafael Freyre comparte una estética que integra el hogar y la naturaleza, y nos recuerda que lo estático no existe: todo es un constante devenir.
Por Alejandra Nieto / Fotos de Phoss
“El hombre moderno no quiere existir con la naturaleza: no le gusta coexistir con aquello que no puede controlar, afirma Rafael Freyre. Personas encerradas en ciudades, departamentos, carros y, finalmente, flujos de información de aplicaciones y redes sociales. Entornos de aislamiento ante los peligros del mundo exterior, sea el natural o el que presentan los otros seres humanos.
Para Freyre, construir una casa o diseñar un objeto es explorar dinámicas del paisaje, mirar ese afuera aterrador. Es entender cada material como algo que jamás es estático, y cada paisaje como la confluencia de cambios en un mismo espacio. Construir una casa en Azpitia es ver los cerros y el río Mala. Es recorrer el camino desde la costa. “En los pueblos, cuando hay un cerro con determinado tipo de piedras, suele haber una cantera donde se comienza a transformar el material. Ves cómo se saca la tierra y se vuelve ladrillo, pero también entiendes que esa tierra no es de allí, que ha bajado con un huayco, por ejemplo. Entiendes que la geografía está en movimiento”, explica. La idea es atreverse a aceptar que todo material está en un punto en el tiempo y que se va a continuar transformando. Un tronco se fosiliza y se vuelve mineral, luego piedra, que también es agua, y se funde en río. Todo visto a velocidad no es más que una forma borrosa, y el arquitecto no teme construir sobre lo indefinido.
Búsqueda vital
Actor y bailarín en sus años de colegio, además de un aficionado a la ecología y miembro de proyectos de conservación, Freyre se acercó a la arquitectura con curiosidad e incertidumbre. “A mitad de la carrera, yo seguía trabajando en el teatro. Eso me dio una experiencia de cuerpo. De entender que puedes crear una vida aparte donde todo puede suceder”, cuenta. De esta manera, se explican dos de las peculiaridades de su trabajo: partir desde el cuerpo (sensaciones y necesidades) y confiar en que no todo debe definirse. “La arquitectura es una plataforma para habitar. Si agarro una piedra y le hago un hueco, va a comenzar a ser habitada por animales, plantas, agua empozada. Un vacío es un espacio potencial. Lo que tengo que hacer como arquitecto es crear posibilidades”, sostiene.
Lo resaltante de Freyre es que estos “vacíos habitables” tienen una carga particular. Intentan, en su versatilidad, desvanecer los sistemas jerárquicos que normalmente se ven expresados en las casas. Luego de hacer teatro tradicional, experimentó con formas de danza y performance, y continúa hasta hoy. Como en el escenario, en el plano y en el papel intenta crear espacios de cohabitación. No separar padres de hijos, empleados de propietarios, u hombres de mujeres. La arquitectura se vuelve así el soporte de un modo de vida abierto, al punto de dejar de segmentar solo habitación, cocina y baño y abrazar espacios sin “codificar”. Esto es similar a la diferencia entre un diálogo y una escenografía precisos y a las historias que pueden contenerse en gestos indefinidos. “Me interesan los lugares sin un uso específico, que tienen la potencialidad de servir para muchas cosas”, explica el arquitecto. Una casa que no encierre, sino que abra posibilidades. Una arquitectura de máxima flexibilidad que pueda equipararse a su trabajo en objetos. Una banca que evidentemente es una banca no es más que eso. Un objeto que puede ser una banca, una mesa o algo todavía no descubierto es una invitación a crear sobre lo ya creado.
De la misma forma, su concepto de la privacidad y el espacio habitable busca una realidad incluso emotiva. Al partir desde el cuerpo, compara la necesidad de descanso humana con aquella de amparo animal, y ve la habitación como un refugio. Así como las áreas sociales son el ejemplo de la abolición de jerarquías y del compartir exponencial, las privadas lo son al extremo de obligar a la persona a reencontrarse consigo misma. Una habitación, un baño o un jardín interior tienen para Freyre la cualidad de un momento de meditación. La intimidad máxima del mundo completamente interior e imperturbable.
Finalmente, el trabajo de Freyre busca y logra una conexión con el paisaje. Ser de Lima y saber exactamente de dónde viene el agua que sale al abrir el caño o la fruta del supermercado. Que la naturaleza penetre el espacio interior urbano. Sus objetos parten de elementos del paisaje. Piedras de río o troncos encontrados en el camino, madera, bambú. Traer a casa los ciclos del cambio del mundo. “El problema de las ciudades contemporáneas es que pierden su relación con el exterior”, afirma. “Yo creo que hay que salir de este ensimismamiento rodeándote de objetos que te puedan reconectar con el paisaje. Entender que estamos en un desierto interrumpido por ríos que forman valles, y vivir en nuestras casas conscientes de ese desierto y de sus formas”. Es una invitación a una realidad que se burla de todo artificio o simulación virtual. El momento de tocar tierra nuevamente.
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