Es profesor asociado y directo del programa Healthy Buildings en la Escuela de Salud Pública T. H. Chan de la Universidad de Harvard. También es presidente del Cuerpo Especial de la Comisión de COVID-19 de The Lancet para la seguridad en el trabajo, las escuelas y los viajes.
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The New York TimesConforme la variante ómicron aumenta el número de casos, las universidades suspenden las clases presenciales, los espectáculos de Broadway cancelan funciones y las empresas retrasan las fechas de regreso a la oficina. En un gesto más ominoso, algunos políticos han propuesto que se considere cerrar de nuevo las primarias y secundarias, y un distrito en un suburbio de Maryland en Washington D. C. ya decidió que se impartirán clases a distancia hasta mediados de enero. Existe el riesgo de que los dominós vuelvan a caer. Sin embargo, una nueva ronda de cierres generalizados de escuelas sería un trágico error y no debería considerarse una opción.
El argumento a favor de mantener abiertas las escuelas se basa en dos factores que han sido constantes desde el inicio de la pandemia de la covid: el bajo riesgo de que haya resultados graves para los niños si se infectan de coronavirus y los altos riesgos para los niños si están fuera de la escuela.
Sobre los riesgos de la covid: la tasa semanal de hospitalización, hasta el 18 de diciembre, para niños en edad escolar era de alrededor de 1 en 100.000. Es una cifra que se ha mantenido increíblemente constante a lo largo de la pandemia, desde la variante original hasta la alfa, que era más transmisible, pasando por el repunte del invierno pasado y, sí, incluso durante la ola de la variante delta en el sur, en el verano y en el norte, en el otoño.
Como declaró la Academia Estadounidense de Pediatría en un informe publicado este mes: “Los datos disponibles indican que las hospitalizaciones y muertes relacionadas con la COVID-19 son poco comunes en los niños”. También hay noticias prometedoras sobre la covid prolongada en los niños: un metaanálisis de gran escala publicado en noviembre, muestra que los niños que dieron positivo por coronavirus tienen tasas de síntomas persistentes similares a quienes dieron negativo y en los casos en los que hubo diferencias, fueron pequeñas.
Las primeras evidencias externas a Estados Unidos sugieren que el riesgo para los niños seguirá siendo bajo durante la ola de ómicron. Los datos más recientes provenientes de Sudáfrica de la semana que terminó el 12 de diciembre, muestran que los niños en edad escolar (de 5 a 19 años) tuvieron la cifra de hospitalizaciones más baja de cualquier grupo etario e, incluso con el repunte de ómicron, la tasa de hospitalización es de cuatro a seis por cada 100.000; sí es más alta que uno en 100.000, pero sigue siendo bastante baja. Los datos más recientes del Reino Unido son similares. Hasta el 12 de diciembre, la tasa de hospitalización para los niños de 5 a 14 años era de 1,4 por cada 100.000, la tasa más baja de cualquier grupo etario.
Aplican las advertencias de siempre: estos son datos preliminares y hay retrasos en los informes de casos de hospitalización. Por otro lado, las tendencias son alentadoras: la ola en la provincia de Gauteng, Sudáfrica, ya está llegando a su punto máximo. Además, del 7 al 15 por ciento de los niños fueron hospitalizados con covid, no por covid. Esta es una distinción crucial. La covid fue un hallazgo fortuito en las pruebas de rutina durante visitas al hospital derivadas de otro motivo médico o los pacientes estaban ahí para aislarse, no para tratarse.
Por otro lado, los daños que padecen los niños por estar fuera de la escuela son graves. Se están acumulando y podrían durar décadas.
El aprendizaje en línea no es igual al aprendizaje presencial. Un informe de McKinsey que examinó los efectos de la COVID-19 en el ciclo académico 2020-2021 mostró que la pandemia causó un rezago de cinco meses en matemáticas para los estudiantes y de cuatro meses en comprensión lectora. Las escuelas con un alumnado de mayoría negra y morena registraron pérdidas más profundas: seis meses de retraso en matemáticas y de cinco a seis meses en comprensión lectora. Un estudio independiente que analizó el impacto del aprendizaje a distancia reveló que las tasas de aprobación en matemáticas y comprensión lectora fueron más bajas en las áreas pobres y que la transición de una modalidad por completo virtual a una por completo presencial compensó las tasas de aprobación bajas en matemáticas con unos diez puntos porcentuales.
Y ese solo es el caso de los estudiantes que asistieron a clases. Un millón de los alumnos que debían haber estado en la escuela no se presentaron a sus clases, ni en persona ni en línea, y los mayores declives se vieron entre los alumnos más jóvenes y las familias que viven debajo de la línea federal de pobreza en Estados Unidos.
A medida que se intensifican las presiones para cerrar las escuelas una vez más, deberíamos reconocer que los patrones de cierre y reapertura de escuelas del año pasado destacaron por su desigualdad racial. Los estudiantes negros e hispanos tenían el doble de probabilidades que los blancos de estar en modalidad remota y el doble de probabilidades de no tener acceso directo a un profesor. Esta disparidad persistió hasta la primavera de 2021, cuando reabrieron las escuelas: mientras que el dos por ciento de los distritos de mayoría blanca permanecieron cerrados, el 18 por ciento de las escuelas de mayoría negra siguieron con clases a distancia y casi una de cada cuatro escuelas de alumnado de mayoría hispana permanecieron cerradas.
Los efectos del cierre de las escuelas van mucho más allá del rezago educativo. Estamos ante una crisis absoluta de salud mental infantil. La proporción de visitas a hospitales pediátricos por motivos de salud mental aumentó de manera significativa en 2020, cuando se desató la pandemia y las escuelas cerraron, y esa tendencia no hizo más que empeorar a lo largo de ese año.
Las escuelas son el lugar donde se detectan por primera vez los problemas en casa, como el descuido y el abuso. Incluso los cierres a corto plazo tienen graves consecuencias. Tan solo en los primeros tres meses de la pandemia, un análisis de datos de la ciudad de Nueva York observó una caída de casi 8000 en los reportes previstos de denuncias de maltrato infantil. Cuando los investigadores extrapolaron eso al resto del país, estimaron que más de 275.000 casos se habrían reportado en circunstancias distintas.
En otoño del año pasado, mis colegas y yo escribimos sobre cómo el cierre de las escuelas impedía que 14 millones de niños obtuvieran los alimentos que requerían. Los niños de escasos recursos consiguen más de la mitad de sus calorías de las comidas que les dan en la escuela. Los niños en situaciones de inseguridad alimentaria tienen el doble de probabilidades de padecer problemas de salud y también son más propensos a ser hospitalizados que los niños que cuentan con seguridad alimentaria.
Además, los niños no son los únicos que sufren cuando no hay escuelas. El hecho de que los niños tomaran clases desde casa también implicó que muchos padres no pudieron trabajar. Estas tareas domésticas adicionales recayeron de manera desproporcionada en las mujeres, y las diferencias de participación en la fuerza laboral entre mujeres y hombres, que de por sí eran marcadas, incrementaron cinco puntos porcentuales de 2019 a 2020 en los estados donde la mayoría de la educación se brindó a distancia.
Todos estos efectos eran predecibles y, de hecho, se predijeron. Y no deben repetirse.
Entonces, ¿Qué debemos hacer para mantener un riesgo bajo en las escuelas en lugar de cerrarlas de nuevo?
Primero que nada, los padres deben vacunar a sus hijos siempre que cumplan con los requisitos. Las vacunas son seguras y eficaces.
También se debe ordenar la vacunación de todos los adultos que trabajen en escuelas y guarderías. Varios distritos escolares ya han exigido que los miembros del personal se vacunen y han obtenido muy buenos resultados. El 99 por ciento de los profesores de escuelas públicas en Los Ángeles están vacunados tras la emisión de su mandato y, lo que es igual de importante, las tasas de vacunación entre los miembros del personal escolar no docente amentaron del 80 al 95 por ciento. El porcentaje de empleados de tiempo completo en escuelas públicas que han recibido al menos una dosis de la vacuna se elevó de un 70 por ciento en agosto, cuando se anunció el mandato, al 95 por ciento a principios de octubre.
Las escuelas deben resolver las insuficiencias de ventilación y filtración con medidas básicas que pueden implementarse en poco tiempo. Pueden compensar cualquier deficiencia de funcionamiento en un sistema mecánico con purificadores portátiles de aire equipados con filtros HEPA que cambien el aire de cuatro a seis veces por hora. Y abrir las ventanas, si las hay; incluso unos pocos centímetros sirven.
No obstante, no deben conformarse con medidas provisionales. Todavía quedan millones de dólares de pagos de estímulo en espera de destinarse a las escuelas. Las inversiones en la infraestructura escolar ayudarán a proteger a las personas de las variantes delta y ómicron, así como de las pi y ro que seguramente vendrán después.
Los mandatos de vacunación obligatoria y los sistemas de ventilación mejorados son medidas proactivas importantes que los distritos escolares deben tomar. Sin embargo, en lo que respecta a las cuarentenas y el uso de mascarillas, muchas escuelas deberían adoptar un enfoque menos intrusivo del que manejan ahora. Esto tal vez parezca ilógico en medio de un repunte, pero dado que el aprendizaje ya se ha deteriorado tanto, tenemos que dar prioridad a que los niños continúen sus estudios presenciales tanto como sea posible y, mientras estén ahí, hacer que la experiencia educativa sea más enriquecedora.
Para ello, debemos dejar de poner en cuarentena a aulas completas cuando solo hay un caso positivo y más bien establecer las llamadas políticas “test to stay”, o pruebas para quedarse, como la norma. El gobierno de Joe Biden al fin se ha dado cuenta de esto. Si das positivo en una prueba de covid —o si tienes algún síntoma— te quedas en casa. Si das negativo, vas a la escuela.
Este método funciona. Los Ángeles comparó las escuelas que aplicaban las políticas de pruebas para quedarse con las que no lo hacían y encontró tasas de casos similares en todas las escuelas, pero las que no contaban con estas políticas perdieron más de 90.000 días de clases presenciales debido al exceso de cuarentenas. Las escuelas que seguían políticas de pruebas para quedarse no perdieron un solo día. Aunque nos sintamos tentados a tomar medidas más restrictivas durante la ola de ómicron, debemos resistir ese impulso. Las pruebas para quedarse seguirán siendo la mejor política para las escuelas, incluso si aumentan los casos.
Si no hay pruebas rápidas disponibles, las escuelas no deben recurrir a las cuarentenas para todo un grupo de alumnos. La norma aún debe ser que los niños permanezcan en la escuela, junto con un monitoreo más agresivo de síntomas. Esto es menos conveniente que las pruebas para quedarse, pero es preferible a enviar a casa a salones completos.
Para quienes dan positivo, el protocolo actual dicta un periodo de aislamiento de 10 días, sin opción de hacerse otra prueba para acortarlo, incluso para las personas vacunadas. Esto es demasiado estricto y está causando más pérdidas innecesarias de clases presenciales. Dos pruebas rápidas de antígenos negativas en días consecutivos y sin presencia de síntomas deberían bastar para regresar a la escuela de manera segura.
El uso de cubrebocas en las escuelas debería ser algo voluntario, no obligatorio. El uso de mascarillas fue una molestia necesaria en un inicio y en periodos breves no era un problema. Pero pretender que dos años de usar cubrebocas no tiene ningún impacto en la socialización, el aprendizaje y la ansiedad es una visión miope. Los niños son resilientes, pero tienen límites.
Aun así, cualquiera que desee usar cubrebocas debería tener permitido hacerlo. Usar un cubrebocas N95 o KF94 brinda una excelente protección, sin importar lo que hagan o dejen de hacer las personas a tu alrededor. Si los niños están vacunados y usan mascarillas eficientes, su riesgo será el más bajo que se puede tener en esta vida.
Estamos a punto de cumplir dos años de escolaridad trastornada. Los estudiantes de segundo grado no conocen otra vida más que la que tiene escuelas cerradas, clases detrás de plexiglás y cubrebocas, aprender a leer sin ver las bocas de sus profesores y cero contacto físico en el patio de recreo. Esto es indignante, peligroso y solo obedece al miedo. Es posible que la ola de ómicron haga que ciertos distritos quieran aferrarse a estas medidas, pero no deberían.
Cuando los costos del cierre de las escuelas del año pasado se volvieron evidentes, la frase: “Las escuelas deben ser las últimas en cerrar y las primeras en abrir” se convirtió en un mantra. Sonaba bien y era pegajoso, y creo que muchas personas —entre ellas yo— la murmuraron, con la sospecha profunda de que, con la llegada de las vacunas, la situación no se tornaría tan desfavorable como para que alguien contemplara el cierre de las escuelas de nuevo.
Sin embargo, ahora que existe una amenaza verdadera de que cierren las escuelas, me doy cuenta de que este mantra estaba equivocado. Debería simplemente ser: “Las escuelas jamás deben cerrar”.
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