Desde que encontró los restos de una lanza en las ruinas de Hakodate, Yoshitaro Amano se obsesionó con la arqueología. Los mitos más populares de Japón le parecían relatos insulsos en comparación con los de Heinrich Schliemann. Aquel millonario prusiano había demostrado que “La Ilíada” describía lugares históricos con el descubrimiento de la antigua Troya. Y Amano, a los 9 años, ya soñaba con una aventura como esa.
Fue como una profecía. Porque su historia personal estaría atravesada por los viajes a Asia y América, la invención de una bomba esmaltada, acusaciones de espionaje durante la Segunda Guerra Mundial, y un naufragio en aguas japonesas. Y, sin embargo, nunca sospechó –no tenía cómo– que encontraría su mayor hazaña en el Perú.
LA PEREGRINACIÓN DE UN HOMBRE SIN RECELO
“En mis recuerdos siempre aparece vestido con camisa, pantalones bombachos, botas, y su casco de safari”, dice Mario Amano –su hijo menor–, mientras se pasea por un depósito abigarrado de cerámicas y textiles precolombinos, en Lima. “Era un hombre bastante especial”, explica, como si hiciera falta aclararlo.
Los viajes de su padre habían empezado en 1928, cuando este tenía 30 años. Entonces ya era un ingeniero naval bastante reconocido en Japón: había creado algunas empresas y había inventado una bomba esmaltada. Pero seguía con la ambición de conocer el mundo. Y ese impulso no se calmó cuando se casó con Susue Arai y nacieron sus dos primeras hijas.
Primero fue China, Hong Kong, Singapur y las islas Filipinas; y poco después se embarcó en las costas africanas rumbo a Brasil y Uruguay. Fue en Uruguay, en la ciudad de San José, donde aprendió a hablar español. “Iba a estudiar a un colegio con los niños del pueblo”, cuenta su hijo menor.
Yoshitaro Amano ya había empezado a planear un futuro distinto cuando aquel viaje terminó de un porrazo. Su padre –Kichiji Amano– había muerto, y él debía regresar. Pero, meses más tarde, insistiría en Panamá, hasta tejer una red de negocios que incluyó barcos atuneros en Panamá, Costa Rica y Guatemala, inversiones en Estados Unidos, plantaciones de quinina en Ecuador, almacenes en Uruguay, y haciendas en Chile, Bolivia y Perú. En esos años conocería a su segunda esposa –Shizuko Teresa Fujii–, tendría dos hijos más y viajaría por primera vez a Machu Picchu. Eran, en definitiva, tiempos buenos. Al menos, hasta que llegó la Segunda Guerra Mundial y fue acusado –y encarcelado– por presunción de espionaje.
Mario Amano cree que el gobierno estadounidense sospechaba de los viajes de su padre por América Latina, pero más aún de la velocidad de su barco atunero llamado Amano Maru, una embarcación que él mismo había diseñado. El 20 de julio de 1942, cuando formó parte del primer canje de prisioneros entre Estados Unidos y Japón, ya había pasado más de cinco meses entre las cárceles de Ciudad de Panamá, Nueva Orleans, Oklahoma y Louisiana.
Los primeros meses de vuelta en Yokohama habían parecido prometedores. Pero tres años después, ya viudo y con Japón ocupado, todo había cambiado. “Lo único que quería era regresar a América Latina”, dice su hijo. Y a pesar de que su primer intento, en febrero de 1951, terminó con un naufragio, volvería a altamar poco después de ser rescatado.
EL REGRESO AL PERÚ
Cuando regresó al Perú, diez años después del arresto, la mayoría de sus negocios en Latinoamérica se habían acabado. Lo único que quedaba eran algunas tierras en Bolivia –que perdería con el tiempo– y sus haciendas en Perú, desde donde, a los 53 años, volvería a iniciar su empresa pesquera.
Su interés por la arqueología y el coleccionismo, en cambio, seguía intacto. Y no tardaría en empezar sus recorridos por el valle de Chancay, en busca de vestigios arqueológicos con la ayuda de Rosa Miyoko Watanabe, una traductora peruana que se convertiría en su tercera esposa y en la madre de su último hijo.
Por Gloria Ziegler
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