El acta de nacimiento del Perú es una Real Cédula firmada en Barcelona por Carlos I el 20 de noviembre de 1542. Sin embargo, cuando el emperador de la Casa Austria hubo firmado el diploma regio, seguían vivas las tensiones entre los vecinos de las gobernaciones de Nueva Castilla y Nueva Toledo. Con su puño y letra, terminaba un larga y desgastante guerra intestina entre pizarristas y almagristas. Su cuidada caligrafía, además, oficializaba un nombre de esquiva etimología que nada tenía que ver con las nuevas fundaciones. Así nació oficialmente el Perú.
Por Elio Vélez Marquina, humanista y filólogo
Nueva Castilla y Nueva Toledo
Trece años antes, la reina consorte, Isabel de Portugal, había firmado en nombre del emperador el decreto real de la Capitulación de Toledo. Y podría decirse también que había sellado el destino del futuro virreinato del Perú. Hernando de Luque y Diego de Almagro veían cómo el emperador concedía una serie de privilegios a su compañero de aventuras, Francisco Pizarro. El trujillano había persuadido al monarca con un grandioso proyecto de conquista que le conseguiría innumerables tesoros a la corona de Castilla.
Pizarro quedó facultado para conquistar, colonizar y evangelizar al nuevo territorio que iba consolidando su nombre en los anales de la Historia: el Perú. Pero oficialmente recibió primero el nombre de Nueva Castilla, un considerable territorio que abarcaba 200 leguas desde el sur de Santiago hasta Chincha. El extremeño Pizarro ya era para entonces capitán general y gobernador de Nueva Castilla. El de alguacil mayor y adelantado fueron título que ostentó hasta su muerte en junio de 1541. Con un sueldo anual de 725,000 maravedís (equivalentes a 1611,1 pesos de oro de 450 maravedís), si bien tuvo que costear el salario de una serie de funcionario, quedó facultado para construir fortalezas y señalar encomiendas. En buena cuenta, tenía las facultades de un virrey.
La suerte de Almagro fue diversa: recibió el rango de comandante de la fortaleza de Tumbes, fue nombrado hidalgo con una asignación anual de aproximadamente 300,000 maravedís. Luque, a cargo del obispado de Tumbes y designado protector de los indios, recibía mil ducados anuales de la corona matritense. Así, el triunvirato quedó bajo la jurisdicción legislativa de la Casa Real y del Consejo de Indias. Sus salarios, con excepción del de Luque, se pagaban con el dinero que ellos mismo consiguieran recaudar.
Origen sangriento: almagristas contra pizarristas
La distribución asimétrica de los recursos -diríamos hoy- propició un esperable enfrentamiento entre dos de las personalidades más influyentes de la fundación de esa entelequia que era (¿y sigue siendo?) el Perú: Diego de Almagro y Francisco Pizarro. Cuando en Panamá se designó la Armada del Levante, se llamaba así, oficialmente entre 1524 y 1527, al territorio por conquistar. Acaso porque desde Panamá la costa se perfila hacia el Oriente, se pensaba que desde ahí hacia el sur del continente todo era la costa del levante.
Antes de la muerte de los principales socios de la conquista, ya se habían fundado las primeras ciudades del futurizo Perú: San Miguel de Piura (1532), Cuzco y Jauja (2034), Lima y Trujillo (2035) y Chachapoyas (2038). Huamanga, Huánuco, Arequipa (2039) y Moyobamba (2040) se fundaron luego de la muerte de Almagro y antes de la de Pizarro. Si bien desde inicios de la década de 1520 se empleaba la voz Perú, hay que aceptar que resulta poco probable que el gentilicio se haya empleado para designar la totalidad de las cuatro gobernaciones con que se había repartido Sudamérica.
José de la Riva Agüero y Osma, marqués de Montealegre y Aulestia, fue acaso uno de los primeros intelectuales del Perú republicano en recorrer, con tan solo veintisiete años, aquellas “provincias verdaderamente características de nuestra sierra”. Ya en sus treinta, Riva Agüero escribió Paisajes peruanos, texto en el que relata el trayecto recorrido desde Lima a Cuzco y, luego, su retorno a través del espacio atravesado por el Qhapaq Ñan. Hoy su particular descripción de las batallas de Jaquijaguana y de Chupas suscita una reflexión sobre los orígenes de la nación peruana.
“Las minúsculas batallas de nuestro siglo XVI eran mucho más épicas que las gigantescas guerras de la Europa moderna; porque el predominio de las nobles armas blancas y de la caballería, y la misma pequeñez de los contingentes, daban a la lucha el carácter de la individualidad poética, que desaparece del todo en las confusas acciones contemporáneas. La exigüidad del número se rescataba con creces por lo reñido y mortífero de la pelea” (José de la Riva Agüero y Osma).
Riva Agüero, quizá sin proponérselo cabalmente, llevó a cabo el mismo procedimiento que los criollos de fines del siglo XVII y de la primera mitad del siglo siguiente: leyó en clave la historia fundacional del Perú. Mas lo hizo simbólicamente luego de recorrer el territorio, como los primeros españoles baquianos. Así hay que entender la analogía con que equipara la batalla de Chupas a la de Rávena, acaecida treinta años antes en Italia. Pizarro fue, desde fines del siglo XVI, un personaje que trascendía la objetiva narración de las crónicas y se había convertido en personaje literario: bien como héroe fundacional en Fundación y grandezas de la muy noble y muy leal ciudad de Los Reyes de Lima del jesuita Rodrigo de Valdés (1687), bien como héroe civilizador en el poema épico Vida de santa Rosa de Santa María de Luis Antonio de Oviedo y Herrera, conde de la Granja (1711).
El virreinato del Perú y sus reinos o provincias nacieron en parte a partir de un complejo entramado de sometimientos, celos, venganzas y el magnicidio del marqués gobernador. Valdés, en su poema escrito en una mezcla de español y latín, propone una transición entre la figura marcial de Pizarro y la santa de Rosa de Lima. Así, en esa narración, el marqués funda la ciudad de Los Reyes que daría el primer fruto de santidad. El conde de la Granja, en cambio, ve en Pizarro una figura cercana a la planteada más de doscientos años después por Riva Agüero: el trajinante que cubrió buena parte del territorio que entonces ya se enunciaba como peruano. Finalmente, el sangriento origen político de la nación peruano se redimió en la imaginación de mestizos, criollos y españoles acriollados gracias al discurso providencialistas de la religión Católica.
Casi 500 años de historia sin etimología
Siguiendo a Raúl Porras Barrenechea, no fue hasta 1527 cuando apareció la palabra Perú en boca de soldados desertores de la segunda expedición de la Armada del Levante. Sus voces se han conservado en las declaraciones tomadas en Panamá y el historiador percibía en ellas cierta ironía: abandonaban el vago topónimo de levante y usaban el de Perú para señalar las desgracias que les esperaban a quienes siguieran al recogedor Almagro y al carnicero Pizarro. Porras concluyó así con magistral lucidez que Perú no es voz ni caribe ni quechua, sino mestiza, es decir, nacida de la interacción del español con las lenguas amerindias.
Sin embargo, el latín, lengua científica e internacional de la temprana modernidad, rápidamente acogió el nuevo sustantivo dentro de la familia de los topónimos. Tampoco tardaron en aparecer los primeros gentilicios: perubicus, peruvicus, peruvius (con forma femenina peruvia), peruvianus y, finalmente, peruanus. Este, en alguna de sus variantes, iba casi siempre asociado al gentilicio de la ciudad de Los Reyes de Lima, es decir, a limensis o limanus, que, con el paso de las décadas derivó en limeño. Desde que en 1507 Martin Waldseemüller había publicado su Universalis cosmographia secundum Ptholomaei traditionem et Americi Vespucii aliorumque lustrationes, donde solo el nombre de America figuraba más allá de la Terra ultra incógnita, transcurrieron casi ochenta años para que se incluyera el mapa del Perú elaborado por Diego Méndez en la monumental obra cartográfica Theatrum orbis terrarum de Abraham Ortellius. Ahí el territorio se designó como Perv y el mapa iba señalado como Typus Peruviae Auriferae Regionis, es decir, plano de la región aurífera peruana.
Paul Firbas, destacado filólogo y experto en cultura virreinal, en el siglo XXI es quien mejor ha compendiado la información sobre la todavía inasible etimología del Perú. Repasando la fábula de índole renacentista creada por Garcilaso (en la que un indio llamado Berú sostenía haber sido hallado en un río, es decir, pelú en alguna lengua hablada entre Panamá y Guayaquil), Firbas comenta, entre citas y provechosas notas al pie de página, la hipótesis de Porras Barrenechea publicada en El nombre del Perú (1951). Sin embargo, el aporte de Firbas radica en su curiosa erudición que lo lleva a ver en el origen del nombre de nuestra nación una nueva fisura.
Como explica Firbas, editor del poema Armas antárticas, durante el siglo XVI seguían vigentes los mapas anteriores a la incorporación de América al escenario global. Uno de ellos era el contenido en las ediciones del comentario de Macrobio a “El sueño de Escipión”. Firbas notó, en ese mapa que describe a la Tierra como una esfera segmentada en cuatro grandes continentes o islas, que el origen del nombre Perú podría hallarse en la descripción de una de las cinco zonas climáticas. Eran dos las zonas templadas y habitables y tres, las inhabitables: los dos polos frígidos y una zona tórrida llamada pervsta (o perusta), es decir, quemada. En los mapas corrientes en el siglo XVI, era común que la tipografía de dicha zona tórrida se compusiera de esta forma en los impresos: PERV S T A.
Es fácil dejarnos persuadir por la sutil mirada de Firbas. En cierto modo, la antigua cartografía latina contenía el nombre del aurífero territorio austral.
Colofón de novela
Gracias al trabajo de la filóloga y escritora Belinda Palacios, hoy sabemos que la primera novela americana se gestó en el Perú del siglo XVII y que su autor es Andrés de León. En su reciente edición de La historia del huérfano (1621), explica la interrelación entre dicha ficción y la crónica de Indias, punto de partida para conocer lo americano. Hay, pues, en la primera novela peruana un marcado interés por las descripciones propias de las relaciones geográficas.
Ya en La historia del huérfano, en la primera mitad del siglo XVII y a tan solo unos años de la preciosa muerte de Rosa de Lima, el Perú se comienza a imaginar corográficamente, entiéndase, como nación como una civilización: ciudades y poblados, conventos, templos, producción agrícola, flora y fauna propia de cada región… Ya aparecen los ciudadanos de a pie y religiosas y religiosos de conventos, esos fascinantes micro universos.
Pobláronla los primeros conquistadores y della salieron a conquistar todo el Pirú. Pusiéronla Piura por un río que tiene cerca de sus muros, llamado Piro y después, alterándole algo, llaman por este río a toda la tierra Perú, y lo mismo la ciudad de Piura, a quien las mudanzas del tiempo tienen hoy apurada, tanto que es la más ínfima del Perú, dende la cual se va por unos estendidos arenales, tan despoblados y calurosos como los de Libia, por que se lleva la bebida y comida hasta algunas poblaciones de naturales que a grandes distancias viven (mi subrayado).
Sea o no ficticia esta etimología, debemos notar que a inicios del siglo XVII era tan importante describir al Perú como una civitas, como una nación, como una serie de gentes que se comunicaban con español, quechua (lengua general del reino), aimara, puquina y yunga (como los quechuas llamaban al mochica). Quizá el pueblo peruano alcance los quinientos años sin la certeza del origen de su nombre, pero sí con una herencia cultural inconmensurable. Quizá para entonces celebremos el 20 de noviembre como un bautizo y el 28 de julio como una confirmación.
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