El 3 de octubre de 2017 se cumplirán cuarenta años de la muerte de Luis Hernández. Bajo un tren certero en Buenos Aires quedó el poeta, el médico, el melómano. Y ahí mismo nació el mito: ‘Billy The Kid’, ‘Gran Jefe Un Lado Del Cielo’ o, simplemente, Luchito, como si se le conociera de toda la vida, como si fuera sencillo quererle, o como si se pretendiera dar un nombre justo a ese espíritu juvenil que trascendió al cuerpo que quedó de 36 años por siempre. En torno a su figura se creó una especie de malditismo: porque renegó de las editoriales y se dedicó a escribir con plumones de color, por sus álter ego, por sus años pocos e intensos, y porque le interesaba experimentar creativamente tanto como tomarse unas cervezas en el Centro de Lima y pasear por los parques de Jesús María. Su mito ha reunido nuevas generaciones de seguidores. Pero la poesía de Luis Hernández también concita intereses literarios y una mirada académica que promete nuevos visos de su obra.

Hernández dejó de publicar después de lanzar tres pequeños poemarios: “Orilla” (1961), “Charlie Melnick” (1962) y “Las constelaciones” (1965). Luego de eso, desarrolló su actividad poética en cuadernos escolares que llenaba a mano con poemas, prosa, citas, dibujos, partituras musicales y recortes.
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No se conoce con certeza cuántos cuadernos trabajó durante su vida, ya que solía repartirlos entre sus amigos y dejarlos seguir su camino, para que tuvieran esa libertad con que los creó. Alrededor de noventa cuadernos han sido ubicados, pero se cree que existen más. En el Perú no se ha publicado esta obra tal cual la concibió, sino que se han transcrito sus textos. Hasta ahora. A mediados de febrero, la novel y entusiasta editorial Pesopluma presentará la reproducción facsimilar de uno de los muchos cuadernos ológrafos de Luis Hernández.

Para el crítico Luis F. Chueca, los cuadernos son todavía una experiencia por explorar en la obra de Luis Hernández.

Cada cuaderno es un pequeño universo, además de un objeto estético y único”, asegura Teo Pinzás, uno de los directores de la editorial (junto a Carlos Vela y Paloma Reaño). A nivel de contenido, el cuaderno que se presentará incluye la novela de misterio “El estanque moteado”, una sección llamada “Seis canciones rusas”, algunas “Chanson d’amour” (poemas de amor), un par de “Historias clínicas”, la sección “El amanecer”, con versos, citas y la traducción de un poema del húngaro Attila József, una contratapa intervenida “y una serie de ilustraciones maravillosas que, en mi opinión, son obras de arte por sí solas”, agrega Pinzás. Son en total 114 páginas de obra original fielmente reproducidas. “Ninguna edición previa ha contemplado hacer una reproducción veraz de su propuesta estética original, sino que se ha optado siempre –sea debido a criterios editoriales o a limitaciones presupuestales– por transcribir la obra y eliminar la parte gráfica”, explica el joven editor.
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Pesopluma tiene la intención de reproducir más cuadernos como parte de un proyecto mayor de puesta en valor y recuperación de la obra, que incluye el descubrimiento de material inédito (al menos un cuaderno), una web-repositorio y ediciones fuera del país.

Sobre esto último también hay novedades. En coedición con Pesopluma, la editorial española Esto no es Berlín (ENEB) ha publicado hace unas semanas el libro “Gran Jefe Un Lado Del Cielo”, la primera muestra de su literatura en España y la primera publicación sobre el autor en Europa. A casi cuarenta años de su muerte, Luis Hernández es un universo en expansión.

No mueras más

Enrique Wangemann fue uno de esos amigos que recibió cuadernos del poeta. Fueron compañeros del barrio: vivían cerca de la avenida Salaverry, en los alrededores del Parque Cáceres. Wangemann tenía unos dieciocho años, y el poeta, catorce más que él. Su amistad se sostuvo, sobre todo, en el amor que ambos compartían por la música. Si bien Wangemann estudiaba Ingeniería Forestal, pasó muchos años en el Conservatorio Nacional de Música. Asegura que Luis Hernández fue un melómano capaz de reconocer autores y memorizar piezas enteras. Aún recuerda las maratónicas sesiones escuchando “Metamorfosis” de Strauss, que se repetía, una, dos, hasta quince veces en el tocadiscos automático de Hernández. En casa del poeta había dos pianos, uno antiguo, de la familia, y otro nuevo, traído de Inglaterra por su hermano Max. Tocaban a cuatro manos obras de los cinco rusos: Balákirev, Cuí, Músorgski, Rimski-Kórsakov y Borodín. “Le gustaban las obras simples que fueran de un contenido maravilloso”, recuerda Wangemann sobre la sensibilidad musical de Hernández. También lo recuerda llorando en algún bar si ponían algo de Roberto Carlos.

Un tren en Buenos Aires acabó con su vida a los 36 años. La muerte del poeta aún desata controversia.

Existen muchos mitos alrededor de la figura de Hernández. Su muerte, sobre todo, despierta misterio y fascinación. El poeta suicida, se le ha llamado. “Nunca se suicidó”, dice enfático Wangemann. “Algo así no puede tomarse a la ligera, no puede simplemente decirse que se tiró a las líneas del tren”. Para explicarse, recurre a una anécdota que sucedió una noche, en la década del setenta. Ambos cruzaban juntos la avenida 6 de Agosto, en Jesús María, cuando notaron que un auto se aproximaba a toda velocidad, esperando que fueran ellos quienes apuraran el paso para evitar el impacto. Wangemann sintió el instinto de correr, pero Hernández no alteró el ritmo de su caminata. El poeta sufría terribles dolores de espalda y debía cuidar los movimientos intempestivos. Turbado, Wangemann se quedó junto a su amigo en medio de la pista. Era cuestión de segundos. Hernández no movió las piernas, pero sí alzó una mano, y dijo: “¡Alto, en nombre de la cultura!”. El auto dio una frenada brutal y, según recuerda Wangemann, quedó a pocos centímetros de sus cuerpos. “Creo que algo así fue lo que pasó con ese tren en Argentina”, reflexiona ahora, tantos años después. “Quedarse de pie frente a una máquina que viene a toda velocidad, con la mano en alto, es ser idealista, soñador; es ser un Quijote y querer combatir aspas de molino”.
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Por Rebeca Vaisman

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