Una típica cabaña de pescadores construida a finales de los años cuarenta, en primera fila frente al océano, se convierte en el hogar de un peruano establecido en Misty Cliffs, en Sudáfrica. La vida en un paraíso.
Por Rebeca Vaisman / Fotos de Montse Garriga Grau
Misty Cliffs, a 45 minutos de Ciudad del Cabo, es un pueblo muy pequeño, de no más de cuarenta edificios, sobre las laderas de unas montañas en la costa sudafricana del Atlántico. Debe su nombre a la niebla (mist, en inglés) que pende sobre la playa casi todo el año. En verano suele atraer a numerosos tablistas que llegan al encuentro de sus grandes olas tubulares. En invierno, la naturaleza se disfruta en soledad, solo en compañía de la lenta y amable rutina del pueblo.
A mediados de los noventa su actual propietario, un peruano del mundo, vivía en Nueva York y viajó a Sudáfrica a pasar unas vacaciones. Se enamoró del país a tal punto, que en tres meses ya se había mudado. Vivió en Johannesburgo primero y, luego, se instaló en Ciudad del Cabo. Su descubrimiento de Misty Cliffs también fue durante uno de esos paseos en los que buscaba alejarse del ruido de la ciudad. Aún hoy recuerda haber pensado, frente a su costa, que algún día le gustaría tener algo sencillo frente a ese mar. “Desde el color del océano hasta la arquitectura de las pocas casas del pueblo, todo era demasiado perfecto, realmente”, asegura. Le tomó quince años concretar su deseo. Encontró un bungaló abandonado que estaba en mal estado, pero tenía una posición envidiable en la playa. En Sudáfrica es difícil que las propiedades cambien de dueño, pues suelen pasar de generación en generación, pero el peruano logró que los descendientes del propietario original le vendieran la cabaña. Ya podía empezar a vivir su sueño.
Paraíso costero
Se trata de una típica cabaña de pescadores de finales de los años cuarenta. Con el paso del tiempo se le habían ido anexando habitaciones, pero a pesar de sus refacciones conservaba la madera original de su construcción. Cuando su nuevo propietario la compró, su área llegaba a los trescientos metros cuadrados. Él mismo empezó una serie de intervenciones pequeñas, aunque su intención siempre fue mantener el espíritu sencillo de una casa de playa, “donde puedes entrar con los pies llenos de arena y no preocuparte, donde los perros se tiran al sofá y no importa”, dice sobre su vida en la costa.
La edición española de la revista “Architectural Digest” resaltó la casa, explicando en el artículo el proceso de cambio por el que pasó. Cuando el propietario se hizo con ella, la distribución era caótica, con muchas estancias pequeñas. En cambio, optó por tener menos habitaciones pero más grandes, para tener una casa más práctica y funcional, y más abierta hacia el paisaje. El resultado se divide en dos plantas. En la de arriba, por la que se accede a la vivienda, está el recibidor con el baño de invitados, la cocina, el comedor, una sala de estar, otra de juego y un rincón de lectura. Todos estos espacios están comunicados, de tal manera que se gana amplitud. La planta tiene, además, un amplio porche y dos dormitorios para huéspedes. El piso inferior contiene el privilegiado dormitorio principal con baño y sala propios, y tiene salida al jardín y al mar.
Sobre la decoración, el propietario llevó consigo muchos de los muebles que lo acompañaban desde sus días en Nueva York, pero también se hizo con piezas locales. Como la mesa de madera lacada del artista oriundo de Ciudad del Cabo Xandre Kriel y las piezas en bambú y piel que ocupan el área social. El resto se completa con muebles europeos encontrados en anticuarios y mercadillos, objetos recogidos en viajes, y arte, como pintura del sudafricano John Murray o la del peruano Ramiro Llona.
En el salón principal, donde se abrió una gran ventana, dos butacas de los años cincuenta y una mesita con una pequeña escultura de cabeza africana antigua, sobre una alfombra de piel de vaca, están dispuestas de tal manera que se disfrute de la vista al Atlántico. A su propietario le gusta encender la chimenea y gozar en silencio del paisaje. Cocina todo el día y recibe a los amigos que llegan para pasar el fin de semana y tomar vino sudafricano. Es decir, el paraíso.
Artículo publicado en la revista CASAS #242