El crecimiento vertiginoso de la industria de la tecnología ha provocado que los gigantes como Google, Facebook y Apple tengan mucho más poder que el deseado. Su influencia en el devenir de nuestras sociedades, de nuestros procesos políticos y de nuestras vidas en general es  inmensa. ¿Son ellos quienes realmente gobiernan el mundo?

Por Manuel Santelices

Hace dos décadas, el sueño de Silicon Valley era una internet democrática, abierta a todos, un pozo infinito de debate e ideas donde cada uno tendría la oportunidad de expresar su voz en sus propios términos, sin las cadenas impuestas por normas culturales, dogmas religiosos o, peor aún, restricciones gubernamentales. Un mundo libre. Una utopía.

Hoy en día, cuando en un solo año Google, Facebook, Microsoft, Apple y Amazon gastaron 49 millones de dólares haciendo lobby en Washington (una gota insignificante en sus arcas), cuando su poder es global y profundo, cuando hay poca información que no pase antes por sus filtros, y cuando su influencia es evidente en las películas que vemos, los productos que compramos, las noticias que recibimos, las revoluciones que libramos y –como quedó en evidencia durante el proceso electoral del año pasado en Estados Unidos– los presidentes que elegimos, esa utopía parece estar cada vez más manipulada. ¿Por quién? Es difícil decirlo.

Sergey Brin, uno de los fundadores y ahora uno de los propietarios de Google.

Facebook, un agente político

En el último tiempo, y especialmente después de la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, Facebook ha sido acusado de servir como plataforma de división social y política. Su protocolo para evitar “mensajes de odio” ha sido sometido a escrutinio, no siempre con buenos resultados para Zuckerberg y su empresa.

En la década del 2010, coincidiendo con su gigantesco crecimiento, Facebook ha impuesto cientos de normas que, al menos en el papel, están destinadas a proteger a sus dos mil millones de usuarios. Abuso, intolerancia y violencia son sus enemigos, dice la plataforma, pero su forma de erradicarlos ha provocado críticas de parte de todos los sectores. Unos alegan que sus regulaciones “protegen a hombres blancos y van en detrimento de niños negros”, como lo puso tan frontalmente el sitio ProPublica en junio de este año, cuando obtuvo y publicó una serie de documentos internos de Facebook que revelan, si no mala intención, al menos confusión respecto a cómo conseguir su objetivo.

Sectores conservadores, por su parte, se quejan de que posiciones como “la defensa de la vida” –es decir, los grupos contrarios al aborto– o posteos que protestan contra el movimiento Black Lives Matter, a veces son cancelados. Más complicado aún para Zuckerberg resulta el uso que Rusia habría hecho de Facebook para manipular e influir en la elección de Donald Trump. En un principio, Zuckerberg fue enfático en desmentir las acusaciones, solo para verse obligado meses después a entregar, a una comisión investigadora del Congreso estadounidense, cientos de documentos sobre la venta de avisos, posteos ilegítimos y “noticias falsas” publicados en Facebook.

Pero, más allá de una campaña política de cualquier índole, los titanes digitales están interesados en su éxito financiero y, especialmente, en su nivel de influencia. Por eso les es tan importante conservar su imagen de imparcialidad, respeto y apertura a las expresiones de sus usuarios. Sin ellos, no son nada. Mantener esa imagen no es fácil, particularmente teniendo en cuenta las enormes fortunas en juego. Personajes como Zuckerberg; Sergey Brin, presidente de Alphabet, la compañía propietaria de Google; o Jack Dorsey, CEO de Twitter, pueden tener el aspecto y el modo de jóvenes empresarios tech, pero sus vidas no tienen nada que ver con la suya, la mía o la de la gran mayoría. Su dominio es global y su ambición, para bien o para mal, no tiene límites.

Jack Dorsey, CEO de Twitter, y Maja Henderson, directora de Facilidades Globales de la empresa.

Google lo sabe todo

De las grandes plataformas digitales, quizás Google sea la que más sospechas provoca. En junio de este año, el sitio de búsqueda más popular del planeta fue multado con 2,5 mil millones de euros por la Unión Europea, que lo acusó de abusar de su posición y privilegiar la aparición de sus propios productos. Poco después, la compañía, que financia una cantidad importante de centros de estudios, cortó todos sus lazos (incluido el financiero) con Open Markets, una institución que formaba parte de su think tank New America, luego de que su director sugiriera que Google debía someterse a las reglas antimonopolio de Estados Unidos.

La mayor fuente de poder para los titanes tecnológicos, sin embargo, son sus usuarios. Cada foto o celebración que posteamos en Facebook, cada búsqueda en Google, cada opinión o retuit en Twitter, entrega una pieza más del puzle de nuestra existencia. Nuestros gustos y obsesiones, nuestras ideas políticas, nuestras causas sociales y hasta nuestros temores no están siendo compartidos solo con nuestros amigos o seguidores, sino también, a través de estas plataformas, con cientos de entidades que desean saber qué queremos comprar, qué queremos ver o leer, o por quién queremos votar. La democracia 2.0 está abierta a todos, pero, como sucede a menudo, permanece controlada por unos pocos.