El pasado 18 de agosto nos dejó uno de los grandes humanistas peruanos del siglo pasado, el arequipeño Pedro R. Cateriano, escritor, poeta, periodista pero por sobre amante del Perú y hombre de principios. Para homenajear su partida su hijo, Pedro Cateriano, expresidente del Consejo de Ministros, nos comparte una sentida crónica de cómo fue su padre en vida.
Por Pedro Cateriano
Mi padre inició su vida profesional como maestro –su temprana vocación– muy joven. Luego incursionó en el periodismo. Sus primeras líneas las escribió en el diario “El Deber”, de Arequipa –impulsado por la Acción Católica–, al lado de los que serían luego sus entrañables amigos: Luis Rey de Castro, Enrique Chirinos Soto, Luis Sánchez Moreno y Héctor Tejada, entre otros.
A todos esos jóvenes los unía su cercanía con la Iglesia católica. Y a la mayor parte, su pasión por la literatura. En su pequeño club, leían textos de lo que habían escrito, recitaban poemas, intercambiaban libros y, además, discutían sobre sus autores favoritos: Chesterton, Baudelaire, Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Rubén Darío o César Vallejo.
La revolución de Arequipa contra la dictadura de Odría lo marcó para siempre, y la muerte de su querido amigo Arturo Villegas, a quien acompañó en esa jornada, lo fortaleció en sus convicciones democráticas. Pero también le hizo ver que la política –a diferencia de muchos de sus amigos– no era su vocación. Por esa razón, acaso, cultivó y promovió en familia –generalmente en los almuerzos dominicales– el intercambio político sereno, informado, amigable, con mis hermanos. Como buen arequipeño, siempre exaltó la figura de José Luis Bustamante y Rivero, destacando su respeto por el orden constitucional; nos inculcó, además, su admiración por el peruano más grande de todos, Miguel Grau, y por Mariano Ambrosio Cateriano, uno de nuestros antepasados más ilustres. Aunque yo siempre he mostrado mi preferencia por Andrés Cateriano y Alcalá, vencedor de Tarapacá. Ideológicamente, mi papá fue un socialcristiano.
Siempre creyó que la libertad es la primera entre las prioridades del ser humano. Nos lo probó a mi hermano Pablo y a mí cuando, con mi madre, nos llevó a las calles de Miraflores a protestar por la confiscación de los medios de comunicación por parte del dictador Velasco. Y también cuando deportaron a su amigo Luis Rey de Castro.
Desde muy joven fue atrapado por la magia del teatro. Escribió algunas piezas para niños, difundió los títeres y también escribió sus primeros textos de cuentos infantiles.
El temprano amor por mi madre Clara lo obligó a dejar físicamente Arequipa, porque nunca abandonó su terruño en su vida y obra. Su fanatismo characato lo demostraba cuando decía: “Arequipa, París y Londres” (sobre todo cuando jugaba el FBC Melgar en Lima, con casi todo el Estadio Nacional en contra).
Ya en Lima, a inicios de la década del cincuenta, ingresó a trabajar al diario “El Comercio”. Allí, en el suplemento “El Dominical”, que dirigía el filósofo Francisco Miró Quesada Cantuarias, entró de lleno a la vida cultural y política del país. Conoció a grandes personajes, como Víctor Andrés Belaunde, Jorge Basadre, Martín Adán, Luis Alberto Sánchez, José Sabogal, Fernando de Szyszlo, Juan Ríos. Con la mayoría de ellos cultivó amistad para siempre. Luego, como reportero, trabajó con el legendario Alejandro “Jan” Miró Quesada, con quien conoció casi todo el país gracias al “Plan Perú”, uno de los proyectos periodísticos más ambiciosos –y exitosos– del decano de la prensa peruana. (Fueron más de dos años de viajes por cada rincón del país, para identificar sus necesidades y proponer las soluciones. Solo faltó a dos, cuando nacimos Pablo y yo).
El crecimiento de la familia lo obligó a cambiar de rumbo. Gracias a otro gran amigo, Patricio Ricketts, incursionó en el mundo de las Relaciones Públicas. Ingresó entonces a trabajar en la International Petroleum Company (IPC), donde estuvo siete años. Vivimos en un lindo pueblo, Punta Arenas, ubicado a orillas del mar, en Talara, Piura, donde nació mi hermano menor Diego, y donde –según él– pasó los mejores años de su vida. Durante ese largo tiempo, se dio maña para editar la revista “Fanal” y organizar distintas actividades ligadas a la educación y la cultura, entre ellas, llevar por primera vez a Piura a nuestro renombrado tenor Luis Alva.
De retorno a Lima, y con la creación de Petroperú, la revista “Fanal” pasó a llamarse “Copé”. Allí estimuló la edición de libros y rescató del olvido algunos, como el primer catecismo que se publicó en América, “Doctrina Christiana”, que se reimprimió de forma facsimilar, así como las obras completas de Manuel Gónzalez Prada, entre otros. Recuerdo que, luego del horario de oficina, tenía otra jornada igualmente disciplinada en casa para leer y escribir. Algo que siempre me llamó la atención fue su costumbre de corregir permanentemente todo lo que redactaba. Yo le decía, en tono de broma: “Tú no escribes, solo corriges”. Él me respondía, parafraseando a Paul Valéry: “Un poema nunca está acabado, solamente abandonado”. Esa búsqueda de la perfección y también su timidez –creo– fueron las causas de que su obra fuera publicada con demora.
La primera vez que se dedicó a tiempo completo a leer y escribir fue cuando participó becado en el International Writing Program de la Universidad de Iowa, que fundó Paul Engle. Mi madre lo alentó para que viajara a los Estados Unidos. Allí escribió su primer poemario: “La siesta del haragán y otras indiscreciones”. Luego publicó “Más amigo de Platón”, “El demente imperturbable”, “Summa tecnológica”, “Más bien a mi favor” y “Secretamente metafísico”. Fue feliz en Iowa.
Cuando el expresidente Fernando Belaunde devolvió los diarios a sus antiguos propietarios (asaltados por la dictadura de Velasco), recibió la invitación de Arturo Salazar Larraín para dirigir la página cultural del diario “La Prensa”. Su reencuentro con el periodismo lo disfrutó muchísimo. Rememoro la visita del famoso mimo francés Marcel Marceau, con quien tuvo un gratísimo encuentro, y las invitaciones de los gobiernos de Alemania y Estados Unidos para realizar visitas culturales a esos países. Casi simultáneamente, también integró los directorios de la Filarmónica de Lima y de la Comisión Fulbright.
En Petroperú creó lo que ha sido su mayor legado cultural: el premio Copé de cuento. Y luego el de poesía. Participó en ellos como miembro de su jurado hasta que sus fuerzas físicas se lo permitieron. Nunca faltó a ninguna convocatoria. Siempre se sintió orgulloso de que finalmente el país –y nuestros escritores y poetas– tuviera un galardón de prestigio y muy bien remunerado.
Organizó excepcionales muestras retrospectivas de los más connotados pintores nacionales en la sala de arte que acondicionó en el mismo local de Petroperú. El país tuvo así la oportunidad de conocer lo más destacado de las obras de Jorge Vinatea Reynoso, Mario Urteaga, Teodoro Núñez Ureta, Tilsa Tsuchiya, Julia Codesido, Fernando de Szyszlo, entre otros renombrados artistas. También dio la oportunidad a jóvenes pintores en una simpática galería que armó –con mucho gusto– en un largo y amplio pasillo del edificio.
Jubilado de Petroperú e invitado por el subdirector de entonces, Alejo Miró Quesada Cisneros, retornó al diario “El Comercio”. Allí dirigió el área de Extensión Comunitaria y colaboró de manera directa con Alejandro Miró Quesada Garland y Aurelio Miró Quesada Sosa, los codirectores. Después, cuando Alejo asumió la dirección del diario y tuvo la iniciativa de elaborar el manual de estilo del diario, lo apoyó decididamente en el proyecto, acaso el mayor aporte al periodismo nacional de la época (hasta entonces, ningún medio nacional tenía un manual de estilo).
Mi padre siempre quiso retornar a Arequipa, e intentó convencer a mi madre en múltiples oportunidades. Pero primero el trabajo y luego el arraigo familiar y los nietos le impidieron alcanzar ese deseo. Entonces surgió la idea de ir a vivir a Santa Eulalia, bucólico lugar en las afueras de Lima, con buen clima, vegetación y ambiente de pueblo. Se construyó entonces una casa allí y se dedicó a la creación. En ese lugar –donde las semanas parecen durar años entre los días lunes y jueves– un día su nieto Mateo le preguntó: “¿Abi, qué haces todos los días acá?”. Él, sin inmutarse, le respondió: “Escribo ocho horas, leo otras ocho y duermo el resto. ¡Ah! Y también voy a misa”.
Los últimos años de su vida los dedicó a su otra pasión: el teatro. En la sierra de Lima, bajo el cielo azul que le traía recuerdos de su natal Arequipa, escribió diecisiete obras teatrales. (Las encontré en un archivo apenas hace unas semanas). Recuerdo que cuando cumplió 80 años decidimos –con mis hermanos Pablo y Diego– hacerle un obsequio singular: poner en escena dos de sus piezas teatrales. Se suponía que iba a ser una sorpresa, pero terminó enterándose, afortunadamente, porque disfrutó como nadie todo el proceso creativo. Contratamos al destacado director Alonso Alegría, quien a su vez contrató a todos los actores, entre ellos el renombrado Carlos Gassols. Fueron cuatro funciones. Cuando acabó la última presentación, en medio de su emoción, me dijo: “Les agradezco en el alma, pero no vuelvan a repetir esta clase de regalos”.
Preocupado por el futuro del país, pidió ir a votar en las últimas elecciones generales. Lo llevaron sus nietos en silla de ruedas. Recibió el aplauso de la calle junto a mi madre. Sus últimos días, cuando ya no tenía fuerzas ni para para leer, los pasó mirando y escuchando en su televisor, como el gran melómano que fue, conciertos de Bach, Beethoven, Chopin y Mozart. Partió en su ley. Siempre lo tendré en mi corazón.
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