“La informalidad política atenta contra la construcción de un Estado moderno que permita generar riqueza y distribuirla equitativamente”.
Por Alfredo Thorne para El Comercio
Muchos nos preguntamos: ¿cómo llegamos a la crisis política actual? El haber elegido a un profesor de Chota no parece ser el problema y, en muchos otros países, han llegado a la presidencia personas muy humildes. Al contrario, parece ser parte del proceso inclusivo que estimula una democracia moderna, que permite la identificación de ciertos sectores sociales con su gobernante. Nos referimos, más bien, a las personas que han sido incorporadas dentro del Ejecutivo. Muchas de ellas son abiertamente incapaces y parecieran dispuestas a tomar el gobierno por asalto.
Algunos analistas explican esta situación por nuestra endeble institucionalidad política, la falta de partidos profesionalizados, entre otros factores institucionales, y plantean una profunda reforma política. Otros la atribuyen a que los votantes fueron obligados a elegir el mal menor en una elección que, ya de por sí, era bastante complicada, donde ninguno de los dos candidatos satisfacía.
Sin embargo, al analizarlo desde una perspectiva más económica, parece que la crisis política que vivimos no nace con Castillo, y tampoco con la pandemia, sino que viene gestándose desde muchos años atrás y se agrava conforme pasan los años. Tampoco habría que pensar que la crisis solo se manifiesta en el Ejecutivo; cómo olvidar el esfuerzo que se ha hecho desde el Congreso por dinamitar nuestra ya endeble institucionalidad. Prácticamente todas las reformas que contribuían a la creación de un Estado moderno han sido revertidas.
Una interpretación que quisiera sostener es que de la gestación resultó el modelo que hemos aplicado. La izquierda se refiere al modelo como “neoliberal”, sugiriendo que carece de un componente social, lo que es errado. Recuerdo que en el período en el que trabajé en el Banco Mundial (BM) la gran insistencia por las reformas sociales era la esencia del modelo. Prueba de ello es que uno de los aspectos más exitosos fue, precisamente, el programa de alivio a la pobreza.
En el otro extremo, la derecha defiende el modelo por haber logrado convertir un país que rayaba en convertirse en un Estado fallido a finales de los 80 en una economía que durante cerca de dos décadas logró mantener un crecimiento sostenido, siendo la envidia de muchos países vecinos.
En mi opinión, eso no lo califica como un modelo ideal. Había muchas áreas que ajustar. La grave división que experimentamos en las elecciones del 2021 entre el andino y el urbano nos ilustró las graves falencias del modelo: no habíamos sabido llegar al ciudadano de a pie. Formamos un Estado que no tenía el beneficio al ciudadano como su objetivo central.
El elefante en el cuarto que nadie quería ver, y tenía que ver con nuestro éxito, era la creciente informalidad. Logramos sacar a cerca de 10 millones de personas de la pobreza en los años de reformas intensas y se convirtieron en clase media o, mejor dicho, en informales. Pero opuesto a muchos Estados modernos que convirtieron a esa clase media en el eje principal del desarrollo, nosotros la dejamos de lado. Es la esencia del capitalismo moderno. Más aun, instituciones como el BM y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) nos alertaron sobre la vulnerabilidad de esa emergente clase media y el riesgo de que regrese a la pobreza. Pues eso pasó y regresaron a la pobreza más de tres millones de personas durante la pandemia.
Lo que no nos imaginamos fue que esa clase media desatendida, nuestra informalidad, se convertiría en un movimiento político y buscaría acceder al gobierno para lograr, a su manera, progresar. Claramente no tiene interés en construir un Estado moderno, sino más bien en copar el Estado y satisfacer sus objetivos mercantilistas. Como he anotado anteriormente, el presidente Castillo es el que mejor refleja a ese grupo político, pero este viene gestándose desde hace mucho tiempo. La informalidad económica podía verse como una transición hacia un mayor desarrollo, y muchos no le prestaron atención, pero la informalidad política atenta contra la construcción de un Estado moderno, que permita generar riqueza y distribuirla equitativamente.
La pregunta más difícil de contestar es: ¿cómo logramos revertir esta situación? En mi opinión, necesitamos repensar nuestro modelo. No con el objetivo de cambiar la Constitución, porque allí no está el problema, sino de mejorar la gestión del gobierno. Tendríamos que volver a repensar la descentralización y buscar un balance más fino entre las regiones del interior y Lima. Esto pasa por poner la formalización en el centro de la agenda y lograr que las reformas tengan el apoyo de las clases medias y la población en general. Nuestro mayor error fue no haber logrado que esas clases medias se conviertan en las principales defensoras de las reformas.
En alguna oportunidad, el BM y el BID nos hicieron notar que el Perú era de los pocos países en los que solo existía una gran ciudad, a diferencia de otros países con nuestro mismo nivel de ingreso per cápita, que tenían muchas. Esto solo ilustra esta gran división que vivimos entre lo rural y lo urbano. Nuestra política económica tendría que pensar en cómo logramos potenciar nuestras ciudades en grandes urbes, garantizándole a las familias acceso a los distintos servicios públicos (agua, salud, educación, seguridad) que hoy no tienen.