Apelar al Acuerdo Nacional, a la intermediación del cardenal, a las reformas estructurales y a las mesas de diálogo son solo la forma en que el Gobierno mece y evita su responsabilidad en la actual crisis.

Por Carlos Cabanillas

Pasó durante la pandemia. Los defensores del entonces presidente Vizcarra culpaban a todos de la tragedia. A la informalidad, a los gobiernos anteriores, a la cultura del peruano y a la estructura del Estado. A todos menos al primer responsable de la toma de decisiones. Cuando había que señalar responsables, cierta izquierda los buscaba hasta en la conquista española, el eurocentrismo o la colonialidad del poder. Y las soluciones eran igual de ambiciosas.

Cuando se planteó el delivery, pusieron como condición su formalización, resolver la xenofobia y, de paso, la delincuencia motorizada. Hoy estamos en un escenario igual de ridículo. Ahora los opinólogos zurdos dicen que para resolver la crisis hay que convocar al Acuerdo Nacional, unir a las fuerzas vivas, reestructurar a los partidos políticos, entablar mesas de negociación con los gremios y restablecer el contrato social para garantizar, ahora sí, la verdadera representatividad ciudadana.

En lugar de entender que el problema se llama Pedro Castillo, pretenden solucionar hoy –en plena pandemia y crisis económica– los avatares que nos aquejan desde hace décadas, si no siglos. Y como Pedro Castillo tiene 76% de desaprobación según Ipsos y Datum, se presta a la farsa. Hablar de problemas estructurales es culpar a todos, o sea, a nadie. Y sentarse a la mesa con un montón de personas es una buena forma de diluir la propia responsabilidad. Y, de paso, mecer un rato a los interlocutores.

Quizá por eso Castillo se apoya tanto en el cardenal jesuita Pedro Barreto, aunque le esté mintiendo descaradamente. A falta de masas reales, buenas son las “masas artificiales”, como las llamó Freud: la Iglesia y el Ejército. La cruz y la espada. La sotana y el uniforme. Los dos poderes fácticos que se mantienen en pie cuando todo se desmorona. A diferencia de las masas naturales, Freud dice que estas son duraderas, altamente organizadas y capaces de protegerse de su propia disolución.

Ambas mantienen su férrea cohesión interna por la ilusión de la presencia de un jefe (los jesuitas como Barreto, por cierto, fueron pioneros en eso de llevar la lógica del Ejército a la Iglesia, para admiración de Lenin y otros líderes revolucionarios).

Y mientras tanto, Castillo también se recuesta en el diván de Max Hernández. El psicoanalista le pide “tomar conciencia”, una sutil forma de llamarlo inconsciente. Y Castillo –que ya en campaña fue analizado por Saúl Peña– le dice a Hernández lo que quiere escuchar. Que sí, claro, que va a cambiar, que por supuesto.

No es la primera vez que un paciente le miente a su psicoanalista y a su cura confesor. Lo peligroso de mentir a tu psicoanalista y a tu sacerdote es que ya no queda nadie más a quien engañar. Ni siquiera a ti mismo.

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