La polarización que vivimos es artificial. Es atizada por las redes sociales y el activismo. A punta de funas, linchamientos digitales y cultura de la cancelación, la opinión pública se vigila, castiga y autocensura.

Por Carlos Cabanillas

La actual polarización política no empezó en la segunda vuelta presidencial. El lápiz solo continuó trazando la línea del eterno plebiscito que desde hace años magnifican las redes sociales. ¿Conga va o no va? ¿Indulto o insulto? ¿Vacancia o cierre del Congreso? ¿No a Keiko o no al sombrero? El problema es que el referéndum del día a día solo tiene dos casillas: like o unlike. Follow o unfollow. Seguir o bloquear. No hay tonos de gris. La democracia directa digital no lo permite. O estás de acuerdo conmigo o eres impresentable. O piensas como yo o eres fake news. O te indignas o te lincho. Y a más clics en tu argolla, más se cierra el círculo.

El algoritmo hace el resto. Quienes tratan de ubicarse al centro terminan siendo absorbidos por los extremos que los acusan de tibieza. Y quienes intentan matizar una opinión que rompa la falsa disyuntiva de turno son aislados, apanados o simplemente ignorados. Dicen que internet llegó para democratizar.

Pero una mirada a Twitter confirma que no es el tribunal del pueblo, sino una élite gritona con wifi y mucho tiempo libre. Hooligans que desfogan sus frustraciones de oficina. Palomillas de Windows que reclaman ajusticiamientos populares. Operadores políticos a destajo, mermeleros gobiernistas con Patreon, lobbistas con piel de borregos digitales.

La pluralidad de opiniones se castiga. Y la barra brava digital se vuelve real frente a las casas de sus enemigos. A punta de funas, linchamientos y cultura de la cancelación, la polarización no solo se impone a la fuerza, sino que además invita a la autocensura. Solo un loco iría a la Trinchera Norte con un polo de Alianza Lima. Así es como la supraconciencia moral de un grupúsculo que no representa a nadie más que a sus intereses castiga a los disidentes.

En este nuevo panóptico, la opinión pública se vigila, controla y sanciona a sí misma. Y si no estás con los indignados, palo. Y si te atreves a dudar, palo también para ti. Calladito te ves más bonito. ¿Realmente el peruano es tan de extremos? Evidentemente, no. En las encuestas, la enorme mayoría se reconoce de centro.

Y son más los temas que nos unen que los que nos separan, aunque las ganas de ganar una discusión se impongan. La extrema polarización que vivimos es artificial. Es atizada por las redes sociales –acá y en todo el mundo–, como se aprecia en el documental “The Social Dilemma”. Y es fomentada por el activismo en las calles, tanto el espontáneo como el pagado. Un activismo que sigue matando al periodismo.

El lápiz ha continuado el trazo de esta división. Ha promovido el enfrentamiento como dialéctica para afianzarse en el poder. Ha distorsionado la historia para imponer una narrativa falaz de doscientos años de opresión. Y como se reconoce de izquierda, se mueve bien en el mundo digital, allí donde la indignación es la criptomoneda y el moralismo es el lenguaje binario.

Allí donde gana la turba que más grita y se ofende, rasgándose las vestiduras para la tribuna. Como explica el bielorruso Evgeny Morozov, los regímenes con pretensiones autoritarias no necesitan controlar internet para manejar a la opinión pública. Basta con dividir, confundir y distraer.

Los opositores serán estigmatizados como fake news. Por eso necesitamos menos activismo y más periodismo. Mientras que el activismo se ubica “del lado correcto de la historia”, el periodismo se debe plantar del lado opuesto al poder de turno.

Si las redes sociales funcionan bajo la lógica de hacer amigos, el periodismo implica la inevitable consecuencia de hacer enemigos. Y si la arquitectura de internet se basa en la confianza del hipervínculo, el método periodístico se basa en la desconfianza de la repregunta.

En la duda y la sospecha. En la soledad antes que en la argolla. En no temerle al apanado correctivo de lo políticamente correcto. En pensar por uno mismo y no en cadena con la ‘inteligencia colectiva’, caro oxímoron de la generación bicentenario. En dar la contra a la turba de Fuenteovejuna 2.0. En ser el lobo entre el rebaño digital.

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