¿Cuál es el rol de los intelectuales peruanos frente al gobierno de Pedro Castillo? ¿Van a recibir el Premio Nacional de Literatura 2022 de manos de Betssy Chávez?

Por Carlos Cabanillas

El Ministerio de Cultura acaba de anunciar los resultados del Premio Nacional de Literatura 2022. Desde esta humilde tribuna, felicitamos a los ganadores. Es inevitable, sin embargo, lanzar una pregunta aguafiestas: ¿van a recibir el premio de manos de Betssy Chávez? Piénsenlo dos veces. Porque la exministra de Trabajo fue censurada por negligencia. Y la también hoy ministra de Cultura tiene serias denuncias por favorecer al familiar de su pareja. Esta señora, además, ha plagiado el 49% de su tesis, según Turnitin. Y a eso le sumamos que ha sido una nulidad en el sector cultura. Pero la pregunta más importante se cae de madura y resume todo lo demás. ¿Piensan realmente posar en la foto junto una conspicua representante de este régimen corrupto y de ímpetu autoritario? O quizá alguno de ellos ya prepara un discurso incendiario o una performance crítica para cuando suba al estrado. Nunca se sabe.

No me interesa pontificar. Menos aún cuando hay S/25 mil y algunos buenos amigos de por medio. Solo me pregunto dónde están los intelectuales en esta hora aciaga. Geográficamente hablando, algunos estuvieron hace unas semanas en el Hay Festival, por ejemplo, brindando y tertuliando en Arequipa. Y aquel sábado 5 de noviembre, mientras la policía del régimen reprimía a miles de peruanos que aspiraban gas lacrimógeno por fina cortesía del gobierno de Pedro Castillo en Lima, Huancayo, Cusco, Piura, Chiclayo y en la misma Arequipa, la intelligentsia limeña brindaba en un coctel desde las alturas de su torre de marfil con un champancito, hermanito.

Curiosamente, el único intelectual que abiertamente se opuso al gobierno de Castillo no fue invitado al Hay Festival, evento que él se encargó de traer al Perú hace algunos años. Hablo de Mario Vargas Llosa, claro, quien hoy es un apestado para los jóvenes escritores de la burguesía limeña. Hace varios años, Vargas Llosa escribió “El intelectual barato”, un provocador ensayo que incluyó en su libro de memorias. Provoca citarlo para recordar cuál ha sido y sigue siendo el rol del intelectual latinoamericano frente a los distintos regímenes dictatoriales y corruptos que han azotado la región.

A inicios del siglo XX, “existía la creencia, mejor dicho el mito, de que la intelectualidad constituía algo así como la reserva moral de la nación”, explica el escritor. “Se pensaba que este cuerpo pequeño, desvalido, que sobrevivía en condiciones heroicas en un medio donde el quehacer artístico, la investigación, el pensamiento no sólo no eran apoyado sino a menudo hostilizados por el poder, se conservaba incontaminado de la decadencia o corrupción que había ido socavando prácticamente a toda la sociedad.” Pero fue una idea ingenua pensar que “marginado de los poderes político y económico –las dos grandes fuentes de corrupción– el intelectual peruano, solidario de causas de izquierda, aparecía, pese a su escasa audiencia y su influencia casi nula en la vida del país, como el depositario de valores que en otras esferas de la vida peruana habían desaparecido: la coherencia entre la teoría y la práctica y la visión idealista, exenta de cálculo mezquino, de la política. La modestia y dificultades de su vida –que era el precio que pagaba para ejercer su vocación– parecían la mejor garantía de su integridad.” Por supuesto, esa ingenuidad se vino abajo con la dictadura de Velasco, en el Perú; con los ideólogos del peronismo (y sus esquizofrénicas variantes) en Argentina; y con la “dictadura perfecta” del PRI en México.

Ya se sabe lo que pasó después. Los intelectuales fueron convocados por Velasco para “democratizar los medios de información”, “socializar los medios de producción” y hacer las “transferencias sociales” del Sinamos. Pero al final fueron utilizados para publicitar las tropelías del régimen y lavarle la cara a la dictadura militar.

“¿Cuál fue la razón que llevó a tantos intelectuales peruanos a asumir el rol de “mastines” del régimen militar, como los llamó el general Velasco, que no era hombre de refinamientos verbales?”, se preguntó retóricamente el Nobel. La respuesta, finalmente, quizá sea el simple apetito de poder, se respondió a sí mismo. Influir en un país donde los intelectuales no influyen. Decidir en un medio en el que no deciden. Ayudar a escribir la historia en una realidad en la que nadie lee historia. Y Latinoamérica no fue un caso aislado. Porque, además de los poemas que Neruda y Nicolás Guillén le dedicaban a Stalin, también podrían recordarse las loas de Sartre, Chomsky o Bertrand Russell hacia dictadores como el propio hombre de acero, Mao, Castro o Hugo Chávez. La conclusión es que el intelectual no es mejor que los demás. Tampoco peor: es solo un ciudadano más. Pero como ciudadano que es, también es su responsabilidad manifestarse políticamente. Y esperemos que así sea.