Recordaba Victoria cómo solían entretenerse tamborileando sobre la mesa del comedor, en la casa de La Victoria donde nacieron y crecieron los diez hermanos Santa Cruz Gamarra, mientras esperaban a que sirvieran el almuerzo. Hacían combinaciones rítmicas valiéndose de las manos, las cucharas, los tenedores y todo a cuanto pudieran arrancarle sonidos. Hacían música de la rutina; es decir, de la vida. Escucharían a Wagner, a Haydn, a Mozart, porque el padre tenía música clásica en casa. La cultura fluía. Era natural en el hogar que habían fundado doña Victoria Gamarra y don Nicomedes Santa Cruz.
Por Josefina Barrón / Fotos cortesía de Octavio Santa Cruz
Allá en La Victoria sentirían, vibrarían también al son de los festejos, las zamacuecas, las polkas y los valsecitos criollos que muy cerca, en el ‘Callejón El Buque’, hacían cimbrear a morenas y negros, cholas y jaraneros, mestizas y duendes de la noche. Versos, décimas, landós, idas y vueltas, zamba malatós, y un “Alcatraz” que años después, cuando Victoria encontraba la adultez, renovaría, reescribiría, reinterpretaría, con toda la quimba y picardía que su ser emanaba. En ese su “Alcatraz” se reafirmaba ella, al compás del cajón y protagonizando desplantes como los que su hermano Rafael hacía frente a los toros: “Con este meneo, no hay quien me queme”.
Victoria Santa Cruz Gamarra fue hija, hermana, nieta, madre y tía de artistas. Fue compositora, coreógrafa, recopiladora, diseñadora y profesora universitaria. Viene de una familia que es más una saga, que ha dado al Perú poetas, dramaturgos, músicos, compositores, e incluso a Rafael, gran torero y padre del también prestigioso y recordado Rafael Santa Cruz. Un clan que continúa redefiniendo la cultura peruana y su vertiente negra en todo aspecto, profundizando en las raíces africanas y comprendiendo la movilidad y transformación de aquellas raíces.
El punto de partida
Junto con su hermano Nicomedes formó la compañía Cumanana, dando los primeros pasos para crear el teatro negro en el país. “Callejón de un solo caño”, “Escuela Folklórica” y “Malató” fueron las primeras obras que escribió y presentó en los principales teatros de Lima. Creó pregones, marineras, festejos, zamacuecas, landós y zambas-landó, entre otros aires. Pero también estuvo su paciente e importante trabajo de investigación de cantos, danzas e instrumentos musicales, y el descubrimiento del proceso de transculturación que cumplía este grupo humano tan desestimado en una amplia época de nuestra historia. Victoria, por supuesto, se sintió víctima, y “no aguanto a las víctimas”, confesaba. Se trató de una mujer valiente, esforzada, con ganas de crecer, que soltaba cosas como: “Las clases sociales nunca están estancadas, el río está siempre allí, pero sus aguas nunca son las mismas”. Hablaba de movilidad social y cultural, del folclor como conocimiento del pueblo, pero entendiendo “pueblo” no en un sentido peyorativo, “pues pueblo no debe asociarse con hombre menos culto”, decía.
En la época de la guerra con Chile, el padre de Victoria, Nicomedes Santa Cruz Aparicio, fue enviado con sus padrinos a Estados Unidos; tenía ocho años. Cuando regresó al Perú, a los treinta y dos, Santa Cruz Aparicio fue parte de la movida cultural de entonces. Era dramaturgo y comediógrafo. Tenía entre sus amigos a Leonidas Yerovi. Había leído a los clásicos de la literatura inglesa y escuchaba ópera. Por eso en la humilde casa de los Santa Cruz Gamarra existía una nutrida biblioteca de literatura en inglés y la música clásica era parte de la canasta familiar.
Se casó con doña Victoria Gamarra Ramírez, hija de José Milagros Gamarra, pintor, escenógrafo, cantor, guitarrista, bailarín y compositor de zamacuecas que murió trágicamente en un incendio en el teatro en el que trabajaba en Chile. Doña Victoria Gamarra era gran bailarina de marinera. Entonces se juntaron el arte con el arte, la sensibilidad con la cultura, el barrio con la poesía, el intelecto con la delicadeza, el amor al Perú con el orgullo negro. “He tenido una madre que fue extraordinaria con toda la cosa de tierra, de la que aprendí a bailar la marinera, a cantar; ¡ay!, cuando ella cantaba las décimas hacía el acompañamiento con su propia voz, así que aprendí la melopea del socavón”, recordaba Victoria.
Podríamos decir que la siguiente máxima guio su vida y su labor cultural: “Mientras el ser humano no sepa quién es, tendrá siempre que buscar a quién culpar”. Verdad que se dejaba sentir con especial fuerza en un poema que la describe toda, al que tituló “Me gritaron negra”, uno de sus temas más representativos y letra que enfrenta al racismo con orgullo y coraje. Este poema sigue siendo un himno para todo aquel que lucha contra el racismo en nuestro país.
Ella era negra y negra le gritaron. ¡NEGRA! Cómo dolía el color cuando aún era pequeña. Cómo dañaba el grito, qué ganas de laciarse el pelo, de cubrirse de polvos la cara, “y entre mis entrañas siempre resonaba la misma palabra, ¡negra! ¡Negra! ¡Negra! ¡Negra! ¡Negra! ¡Negra! ¡Neeegra! Hasta que un día que retrocedía, retrocedía e iba a caer, ¡negra! ¡Negra! ¡Negra! ¡Negra! ¿Y qué? ¿Y qué? ¡Negra! Sí ¡Negra! Soy. De hoy en adelante no quiero laciar mi cabello. No quiero, y voy a reírme de aquellos que por evitar –según ellos–, que por evitarnos algún sinsabor, llaman a los negros gente de color. ¡Y de qué color! NEGRO. ¡Y qué lindo suena! NEGRO. ¡Y qué ritmo tiene! NEGRO, NEGRO, NEGRO… Al fin, al fin comprendí, AL FIN, ya no retrocedo, AL FIN, y avanzo segura, AL FIN, avanzo y espero, AL FIN, y bendigo al cielo porque quiso Dios que negro azabache fuese mi color”. Victoria Santa Cruz se había encontrado. De allí en adelante su camino sería fructífero. Sería el germen, el punto de partida de todas las agrupaciones y artistas del folclor negro en el Perú.
Gesta interior
Del daño al coraje hubo un solo paso, un paso que fue más un empoderamiento, un paso que tuvo el ritmo de los ancestros, un paso que fue un hallazgo, un paso que fue un tesoro: la culminación en la búsqueda de la identidad. “A la muncurú, a loñá loñá a la recolé, recorequeté, pabaló linchá, a mutucurú, coñocoloró…” y sigue, sigue el cuerpo cimbreándose y Victoria detrás de todo detalle, estallando de vida, cultivando esfuerzo, rescatando raíces, interpretando, creando identidad, poetizando, dándole forma al fondo: a la cultura negra del Perú. Viajando en el tiempo, a Angola, a algún paraje del África para sentir lo que su raza, para permitirse ser negra desde dentro hacia fuera. “Heredé aspectos básicos del ritmo africano”, decía.
Ella sentía que primero debía evolucionar para luego revolucionar. Lo fue descubriendo cuando se enfrentaba con los obstáculos del racismo, del machismo, de la burocracia, es decir, muy pronto en su vida. Tituló una conferencia que dio en el Congreso: “El importante rol que cumple el obstáculo”. Se trató de una mujer empoderada, estimulada justamente por lo difícil que era el camino para ella siendo negra y mujer. Pero estaba llena de ideas, de aportes, de talento. Al preguntarse quién era el enemigo descubrió que el enemigo vivía en casa. Era ella. De allí en adelante pregonaba el conocerse a uno mismo.
“No hay revolución sin evolución y eso se gesta en cada uno de nosotros”, escribía. Lucía algo achorada al hablar. Y lo era. Pero era también dulce, tierna, una madre, una maestra. Ella exigía respeto y respeto emanaba de su piel: “El haber descubierto, primero por ancestro, luego por estudio y práctica, que todo gesto, palabra, movimiento es consecuencia de un estado anímico, y que este estado anímico está ligado a conexiones o desconexiones de determinados centros o plexos, fue para mí una interesante experiencia que al alcanzar categoría de conocimiento me permitió reencontrar en la danza y en la música tradicionales profundos mensajes, susceptibles de ser rescatados y comunicados”.
Un dato que llamó mucho mi atención fue cómo, a partir de ciertas estampas de Pancho Fierro dedicadas a la zamacueca y otros bailes negros, ella creó movimientos, generó coreografías. Decía que se movía de ciertas formas porque su raza, su piel, sus genes le mandaban moverse así, y así debieron moverse aquellas mujeres y hombres retratados por Pancho Fierro en esas acuarelas. “Si esas mismas imágenes de Fierro se las damos a una persona de otro color, seguramente se moverán de otras maneras”, reflexionaba. Cuánta razón tenía Victoria.
“¿On ta el negro que dijo que me ganaba? Pa’ bailar conmigo riñones hay que tener…” escribía como parte de la letra de una canción. Pero en el baile, como en la vida, había que tener riñones para seguir a doña Victoria, maestra y líder exigente, de una fuerza y vitalidad excepcionales. Así la recuerda Octavio Santa Cruz, su sobrino, guitarrista clásico, diseñador, artista, quien estuvo siempre, desde que nació, muy cerca de ella, y de quien guarda los más notables recuerdos.