La chicha de güiñapo es la bebida por excelencia del pueblo arequipeño –la bandera de Arequipa es de color rojo carmesí–; un preparado ancestral que tiene significados simbólicos, rituales, religiosos, medicinales y festivos… en suma: la sustancia misma que da forma a la identidad arequipeña y uno de sus insumos más distintivos*.

Por Hernán Cornejo

El historiador Jorge Basadre decía que “Arequipa es patria de la mejor chicha”. Para los arequipeños, se trata de algo más que una simple bebida. Es la que se encarga de iniciar las fiestas de aniversario de la ciudad y forma parte de los ritos de las picanterías. Un poderoso caporal de chicha, que es como se llama al vaso enorme en que se sirve, se estila como preámbulo para una larga sesión amatoria. Además, los mejores platos de la cocina arequipeña se preparan con esta bebida.

Esta chicha se obtiene de la fermentación del maíz negro germinado y molido, también conocido como güiñapo, que luego de varias horas de cocción, se deja enfriar y se hace reposar en grandes tinajas de barro. El vocablo “güiñapo” proviene del quechua wiñay, que significa “crecer” o “provocar” el brote del maíz negro en proceso forzado de germinación. Este tipo de maíz es una variedad domesticada por los arequipeños desde hace miles de años y solo crece en Characato y Socabaya.

Vaso tipo cogollo, o caporal: litro y medio de puro maíz negro germinado y molido.

La bebida de Juanita

Antes de que llegaran los incas, la gran campiña arequipeña estaba poblada por los collaguas, yanahuaras, kuntis, chumbivilcas, yarabayas y coapatas, etnias que vivían en paz y tenían un cultivo en común: el maíz Chullqi blanco y el negro, además de una gran variedad de alimentos que les permitían hacer trueques con poblaciones de diferentes pisos ecológicos.

Muchos de estos pueblos, ante los continuos terremotos y erupciones volcánicas, aprendieron a sacralizar y mitificar sus miedos realizando ofrendas en las que, además de entregar sus mejores alimentos, sacrificaban a sus propios hijos con la finalidad de calmar la furia de los dioses. En estas ceremonias, se bebía y se ofrecían, a los apus, ingentes raciones de chicha en vasos ceremoniales llamados keros.

El 8 de setiembre de 1995 fue descubierta la momia “Juanita”, una doncella sacrificada en las faldas del volcán Ampato, en Arequipa. Junto con ella se halló un kero; el antepasado de los vasos de vidrio tipo “cogollo” que se utilizan en las picanterías arequipeñas.

La ciudad de Arequipa está cercada por tres volcanes: el Misti, el Chachani y el Pichu Pichu.

Chicha de misa, en lugar de vino

Arequipa se fundó el 15 de agosto de 1540. El poco vino que traían los españoles solo alcanzó para la misa, por lo que se tuvo que celebrar con abundante chicha, que los naturales prepararon para esta ocasión. Desde entonces, en la naciente urbe se generalizó su oferta en los caminos y en la propia ciudad, a tal extremo que, en su primera ordenanza (1575), el virrey Francisco de Toledo prohibió su preparación en la rancherías y obligó a pagar grandes multas bajo penas de azote y otras sanciones. Años más tarde, la prohibición fue más dura y total, llegando a formar parte de la letal extirpación de idolatrías.

Los españoles nunca entendieron el valor ceremonial y ritual de la bebida, y menos el significado del protocolo de hospitalidad y el valor social que demandaba la solidaridad y el respeto. La chicha, entonces, pasó a la clandestinidad. Los españoles no pudieron acabar con ella, pues era el alma y vida del pueblo. Muy por el contrario, nuevamente ganó terreno y volvió a ofertarse públicamente en plazas y caminos, tal como lo relata Ventura Travada en 1752, al decir que la chicha arequipeña era “la más aplaudida de este reino y que en Arequipa habían más de tres mil chicherías”.

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Amor por la tierra, amor por su gente

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Especie en extinción

El viajero inglés Paul Marcoy, en 1869, registró nada menos que 928 tabernas que ofrecían chicha: “Las tabernas abundan, y sus banderolas blancas y rojas se agitan al aire como alas de flamencos”. Y es que en la puerta o techo de las chicherías o tabernas se colgaba un pendón, pequeña tela de color rojo triangular, que indicaba que allí se vendían picantes y chicha de güiñapo. Los picantes eran un conjunto de platillos como guisos, zarzas y frituras que se preparaban armoniosamente con el picor del rocoto, el mismo que era atenuado con cogollos de chicha. Luego del festín, venía el brindis de sobremesa, la charla amena y los contrapuntos de las guitarras.

Desde entonces, no se concibe chicha sin picantes, ni picantes sin la vieja bebida prehispánica, sobre todo en los ritos del brindis de protocolo. He podido rescatar tres de estos ritos. El primero es el “Bebe de chicha”: lo ofrece la dueña de la picantería y es el brindis que celebra el encuentro emotivo de la picantera con el visitante.

El segundo es el “Hasta los Portales”: que consiste en beber un vaso grande de “cogollo” hasta la mitad, diciendo: “Salú pué compadrito, venga pacá este cogollo que ahurita me voy hasta los Portales” (no olvidemos que para los arequipeños la Plaza de Armas significa dignidad, heroísmo, orgullo regionalista y revolución, y los Portales en particular fueron, en su momento, el refugio, escudo y resistencia de las fuerzas vivas del pueblo).

El tercer brindis es el “Prende y apaga”, que consiste en tomar una copita de anisado con chicha en la sobremesa. Este brindis es una forma de diálogo entre las sensaciones opuestas de frío-caliente, un juego catártico donde el paladar y la memoria culinaria reciben sensaciones indescriptibles. El rito del “Prende y apaga” es un acto solo para sibaritas conocedores de sensaciones extremas. Después de varios de estos brindis, los efectos del anisado y de la chicha conducen al comensal al éxtasis y luego a la melancolía, que lo mueve a cantar un sentido y sufrido yaraví.

Hoy, sin embargo, la chicha arequipeña atraviesa momentos difíciles. El maíz negro de donde se obtiene el güiñapo está perdiendo su variabilidad genética, debido al uso de aguas servidas de los ríos Chili, Paucarpata y manantiales de Yumina. Además, los suelos se vuelven cada vez más salinos y muchas chacras han sido convertidas en zonas urbanas.

La modernidad se está encargando de sepultar los vestigios simbólicos y sagrados; poco a poco los confina a un moribundo recuerdo y a una progresiva extinción: la espumosa y milenaria bebida ancestral está nuevamente en manos de sus dioses tutelares, apus y wamanis, hasta que sus hijos, esperemos, eviten su extinción.

*Artículo publicado originalmente en la edición 2 de la revista Festín.