Esta pregunta me la hice a mí misma este sábado pasado en la madrugada mientras estaba en Tel Aviv y nos llamaron de la recepción del hotel a avisarnos que estaban ocurriendo “ataques menores” en el sur (nada alarmante al parecer, pero que teníamos que tener claro que el gimnasio, ubicado en el sótano, era también el refugio del hotel). Sin idea alguna de cómo escalaron los eventos a lo largo del día, y tomando esa llamada como una informativa, más no de potencial alarma, me pregunté: ¿debería avisarle lo que había pasado a mi familia -específicamente a mi madre- sabiendo que podría generarle una ansiedad y preocupación sin precedentes, o mejor mantenerla en secreto para no alarmarla? ¿Qué pasa si realmente no es nada grave y la puse en estado de alerta por nada? O peor aún, ¿qué pasa si lee una noticia completamente distorsionada y yo aún no le dije nada?

 Por Cecilia de Orbegoso

Teniendo en cuenta la diferencia horaria de 8 horas y el agotamiento tras un intenso tour por Jerusalén -la ciudad santa- el día anterior, opté por la opción de “dormir un poco más y ver qué pasa”. Y así fue, sobre las 10, bañada, perfumada, emperifollada, y tratando de pedir más sugar without sugar para mi café (léase mi rudimentaria forma de pedir edulcorante en una lengua foránea), escuché por primera vez el sonido de unas alarmas. 

“Por favor, todos al gimnasio”

En el refugio, el mensaje del personal del hotel seguía siendo el mismo: no era una situación alarmante por el momento, pero era mejor no alejarse mucho del hotel. Además, dado que era Shabbat, la mayoría de los lugares en la ciudad estaban cerrados.

 Sin embargo, aproximadamente 10 minutos después, mientras estábamos nuevamente sentados en el patio disfrutando de mi café artificialmente endulzado, J, como me refiero a mi novio de manera cariñosa, me dice: “Han cancelado mi reunión del lunes por los ataques”, confirmando que la situación podría ser más seria de lo que inicialmente parecía. Nosotros habíamos aprovechado que él tenía que trabajar hoy lunes en Tel Aviv, para viajar unos días antes y hacer un poco de turismo por el país.

 – “Qué exagerados”-, pensé al desbloquear mi teléfono. Pero ya no había vuelta atrás, si los colegas de J, esparcidos en distintos puntos de Europa, consideraban inviable pisar Tel Aviv para una reunión que se daría a cabo recién en 48 horas, tenía sí o sí que llamar a mi mamá. 

 –”Hola Ma!”
–”Amoooooooor” –  me decía mientras a la par ronroneaba uno de sus gatos.
–”No te asustes por fa, todo en orden, pero parece que hay unos ataques”
–”¿Cómo?”
–”Ma, parece que nada del otro mundo, pero te quiero avisar antes, no vaya a ser que veas en las noticias que estamos en plena tercera guerra mundial y te empieces a desesperar”.

 Como lo pronostiqué, mi madre estaba hecha un manojo de nervios mientras que J y yo, sumidos en una profunda negación, aparentamos una frescura que fácilmente podría despertar una verde envidia en cualquier lechuga. Mientras J me avisaba que debía entonces estar este lunes en su oficina, yo trataba de monitorear, ligeramente debo confesar, el flujo de información que podría estar recibiendo mi madre.

“Top tendencia”- me decía ella junto a un screenshot de su Twitter   – “Me desmayo”
–”Qué alarmistas”-  contestaba yo, quien en ese momento tenía nula noción de lo grave que realmente era la situación.

 Durante las siguientes dos horas, podría decirse que estos fueron la mayoría de sus mensajes. “Tienes 66% de batería, please carga tu celular, es momento de tenerlos al 100%”, “carga tu celulaaaaaaar hijita”, “dice CNN que está peor, 40 civiles muertos, han atacado por mar y cielo”, “carga tu celular hijita”…”estoy asustada, amor”, “¿ya llamaste a la embajada?”. Y por ahí uno que otro video de nota más miscelánea como para calmar un poco el pánico: “Mira este video, super interesante sobre los sitios que visitaste”. Para nuevamente retomar con fuerza: “Amor, dicen que el aeropuerto está cerrado”, “no tienes batería!”, “¿viste el video del Santo Sepulcro?”.


Para ese entonces la situación parecía volverse cada vez más tensa, y después de 3 vuelos cancelados, mi color verde lechuga iba tornándose poco a poco en un blanco coliflor. Afortunadamente, logramos reservar un vuelo de regreso a Londres a las 5 de la mañana. 

Con las maletas preparadas, nos dirigimos al restaurante del hotel para comer antes de ir al aeropuerto. Nosotros y un grupo de tres parejas americanas, que le daban duro al vino como si de una última cena se tratase, conformamos el reducido universo de huéspedes del recientemente inaugurado boutique hotel. Así sin más,  nuevamente empezó a sonar la alarma, pero esta vez vino seguida de estruendos.

 “Ya se puso peluda la cosa”, pensaba mientras caminaba apuradamente de la mano de J hacia el gimnasio, en lo que parecía ser una operación exitosa del Iron Dome o Cúpula de hierro, como se llama el sistema antimisiles del ejército israelí que nada tiene que ver con Margaret Thatcher o la Dama de Hierro, como inicialmente lo entendí yo.

 La tensión era palpable en el restaurante, y por la siguiente hora, repetimos varias veces la dinámica de bajar y subir escaleras, J, los gringos – botella de vino en mano- y yo al gimnasio con un aterrador soundtrack de bombas reventando a la distancia. Después de un fuerte “Boom!!“, una luz prendió completamente el cielo, justo ahí, en mis narices, dándome a entender la cercanía de esta temible situación.

 “¿Cómo es eso de que viste una bomba?”, seguía escribiendo mi mamá. “Ya me tomé un lexotan”.

“¿Tienes bunker seguro? ¿Cómo se llama tu hotel?”, seguido de un WhatsApp reenviado: “Que tu hija tome el primer vuelo ya” y otro que decía: “La embajada de Francia y España ha indicado a sus nacionales que no vayan al aeropuerto” (¿Total?).

“Hijita llamaste a los números de emergencia. Ojo es el peor ataque a Israel en 50 años”.

 Para ese momento yo ya estaba al borde del colapso, asustada a más no poder y cuestionando qué tan seguro era ir en ese momento al aeropuerto, pero siendo las 10 pm del sábado y con un vuelo que aún no se había cancelado, parecía ser el camino más sensato. 

Debo confesar que empecé a relajarme– ligeramente- una vez que tuve el boarding pass en mano, y completamente cuando despegó el avión. Pero se imaginarán que mi madre no pegó el ojo hasta que este aterrizó. Felizmente, durante ese sábado, yo no vi esas imágenes de terror que circulan por las redes sociales y la televisión. Pero cuando las vi, desde la seguridad de mi casa a miles de kilómetros de distancia, no pude dejar de pensar en la tremenda preocupación que debe haber sentido mi mamá. 

 No puedo ni siquiera imaginar el miedo, dolor, frustración de aquellas madres que recibieron un “Mamá, hay una alerta, han cancelado el festival. No te preocupes. Te iré contando cómo va la cosa”, sin mayor comunicación, al día de hoy, exasperadas por la falta de respuestas e imaginando lo peor.

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