En el colegio no era una buena estudiante, hasta que su motivación por la medicina la llevó a aplicarse y mejorar sus hábitos. Después de un año de sacrificios, logró ingresar a la difícil Universidad Peruana Cayetano Heredia. Ahora, lo que más quiere es que su educación como futura médica se sustente en tres pilares: exigencia, excelencia y trascendencia.
Fotos de Diego Valdivia
Toda la vida había estado involucrada en servicio social. Un día, mientras cursaba tercero de media, tuvo la oportunidad de asistir a una actividad de Operación Sonrisa en un hospital del Callao. Su plan era ir a jugar con los niños, pero uno de los traductores que debía asistir junto con la comitiva de médicos que llegó del extranjero no pudo estar a tiempo en una cirugía. Entonces, de emergencia, Arianna se ofreció a reemplazarlo y fue testigo de la operación. “Me quedé fascinada”, recuerda. “Fue una experiencia inolvidable”.
Al principio, tuvo dudas. ¿Cómo iba a pensar en dedicarse a la Medicina si ni siquiera podía tener un buen desempeño en el colegio? No se tenía fe, pero al año siguiente, cuando se convenció de que era lo que realmente le interesaba, cambió de mentalidad. En paralelo, sus padres la contactaron con un doctor de una reconocida clínica particular para que pudiera asistir a algunas cirugías. “Tuve la oportunidad de ver un cambio de prótesis de rodilla”, comenta. “Sentía que veía arte, una escultura… Todo era tan preciso… Y al salir de la operación, vi a la familia del paciente tan agradecida… Vi el lado artístico, el lado científico y el lado de servicio. Tuve una conexión superfuerte. Me di cuenta de que definitivamente era lo que quería hacer con mi vida”.
Entró al programa de Bachillerato Internacional y, después, tomó la decisión de “perder un año” –porque, literalmente, no se dedicaría a ninguna otra cosa en el ínterin– en la academia preuniversitaria de la Universidad Peruana Cayetano Heredia. En la pre, empezó desde cero. Sacó lo mejor de sí y demostró lo responsable que podía llegar a ser si se lo proponía.
No ingresó a la primera, ni a la segunda, y, obviamente, su motivación se vio afectada. “Veía cómo mis amigas ya estaban acabando el primer año de universidad. Yo me había perdido todas las fiestas, me borré de todas las redes sociales… Hacia el final del año, tenía clases de lunes a domingo, y cero vida de familia. Llegó un momento en el que pensé que no lo iba a lograr. Tuve un montón de momentos en el año en que ya quería rendirme; no podía soportar más el estrés, la ansiedad”. A la tercera fue la vencida. Ingresó. “Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Lloré de la emoción”, confiesa. “Le conté a una amiga y, a la media hora, estaban todas en mi casa. Todas muy sorprendidas por el gran cambio”, dice. “Fue un cambio que me costó mucho. Di todo de mí para lograrlo”.