No le interesa saber la edad de la gente que conoce porque prefiere conocer el espíritu de las personas. En Polonia tiene un castillo a su disposición para hacer fiestas con personajes de la realeza europea. Dice que no se ha hecho cirugías porque todavía se considera una niña. COSAS la visitó en su casa de San Isidro para que nos regalara en exclusiva esta nota de antología.
Por Gabriel Gargurevich Pazos. Fotos de Deborah Valença.
A pesar de que el fuego de la chimenea ya se está extinguiendo, el bochorno del salón contrasta con el frío crudo que sentí al tocar el intercomunicador que da a la calle de la casa de la condesa. El mayordomo, Alcides, no demoró mucho en abrir la puerta, pero ahora, está colmando la paciencia de la señora de la casa.
–Se han malogrado todos los timbres para llamar a los empleados –dice, sentados en los sillones de este espacio lleno de cuadros, adornos y piezas que, de alguna manera, significan pinceladas en la vida de la genealogista peruana Rosa Larco–Potocka–. También se ha malogrado el grifo de agua caliente de mi lavatorio. Está totalmente roto. Claro, ellos (los empleados) me dicen que no han sido. Tal parece que ahora hay fantasmas en esta casa.
–Debe de ser magnífico tocar un timbre y que vengan a atenderte.
–Bueno, tú eres joven y no conoces de estas cosas… –advierte, con la voz pequeña, temblorosa–. Nunca sé la edad de nadie, en realidad. A mí me interesa el espíritu de las personas. La verdad es que no entiendo para qué sirven las cirugías plásticas. No entiendo a esas señoras que van al doctor a que las jalen y después están caminando todas tiesas y diciendo: “No me puedo parar, ¡ayúdenme, por favor!”–añade, levantándose del sillón y caminando con la espalda en horizontal, como si estuviera a punto de caerse, imitando a las damas aludidas. Luego vuelve a tomar asiento y concluye–: Yo no tengo cirugías, ¡porque soy una niña! Cuando llegue a cierta edad, quizá lo pensaré…
Su esposo, el conde Estanislao Potocki Iturregui, polaco por su padre y trujillano por su madre ahora camina con andador. Es por eso que Rosa mandó a construir una salita, en el segundo piso, “no me costó mucho trabajo”, para que el conde pudiera tomar té con los numerosos invitados que cada día lo visitan, “y pueda gozar de la vida”.
–¿Habla polaco?
–No –responde, frunciendo el ceño–. No se parece a nada y es el idioma más feo…
–¿Por qué no le enseñó su esposo?
–¡Porque no le dio la gana! En realidad, porque no tiene alma de profesor. Después de dos años de intentar aprender polaco, me dijo: “¿Para qué vas a aprender polaco si cuando cruzas la frontera de Polonia nadie lo habla?”.
Dos días después de esta conversación, Rosa y Estanislao viajarán a París, “¡si no voy a París cada cierto tiempo, muero!”, y luego visitarán el castillo Lancut, considerado uno de los más bellos de Polonia, antes de propiedad de la familia del conde, pero expropiado por el régimen comunista. Sin embargo, el Gobierno polaco les permite organizar ahí, cada año, eventos como cenas, almuerzos y hasta obras de teatro. Sus invitados siempre son personajes de la realeza europea. La condesa me habla de las fiestas temáticas que hacía en su casa, en la misma donde estamos conversando; de cuando solía ir al Embassy y cómo una orquesta la recibía tocando marinera cuando bajaba las escaleras; o cuando “bailé con ese señor y, por hacer una acrobacia, terminé con mi cola de caballo reptando por el suelo y mis piernas por arriba”. Y claro, la escena fue inmortalizada en el diario “La Crónica”. “Le tuve que pedir perdón a mi mamá”. Finalmente, el mayordomo, Alcides, llega con una botella de vino tinto y sirve un par de copas. Entonces, le pregunto si le gusta el cine.
–No. Pagar para sentarme en una sala y ver cómo viven los otros no es algo que me agrade demasiado. No soy idiota. Prefiero vivir mi vida como si fuese una obra de arte.Y entonces brindamos por la vida.