Qué representa este emblemático balneario para un escritor que lleva 25 años consecutivos veraneando allí?
Por Fernando Ampuero
Los nombres de algunas playas del sur son claros y sencillos, como la gente de otros tiempos que por primera vez los pronunció. Quienes los concibieron, y sin duda difundieron, fueron los pescadores. Uno de ellos dijo “Punta Negra”, porque veía justamente eso: un afilado y oscuro farallón; otro dijo “Pulpos”, feliz de que en las aguas de dicha playa abundara ese molusco; y otros, más allá, dijeron “Playa Escondida”, “Cangrejos”, “La Quebrada”; “La Isla”, “Playa Blanca” o “Playa Negra”. Cada designación, ni qué decir, revelaba el motivo de su nombre. Playa Negra era una ensenada de arena fina y negra, del mismo modo que Playa Blanca mostraba una larga franja de arena gruesa y blanca.
Ningún pescador se complicó la vida con los bautizos: tan solo describían lo que veían, sin más. A la playa El Silencio la llamaron así, según me contó un viejo pescador, porque era una playa inmensa y sin un alma, “donde podía oírse el silencio”. Y en cuanto a las playas vecinas, Señoritas y Caballeros, no hubo otra inspiración que sus primeros bañistas. ¿Qué decir entonces de Punta Hermosa? Imagínense al atónito pescador que descubrió esa playa en una tarde soleada y de azules aguas encrespadas, y que procuró ser lo más exacto para nominarla. “Punta Hermosa”, susurró conmovido, y todos aquellos que lo oyeron le dieron la razón y memorizaron el nombre.
La fama de Punta Hermosa tiene más de un motivo. A fines de los años sesenta fue la playa de moda en Lima, poblada por ex residentes de La Punta y Ancón, que introdujeron el surf como deporte limeño, así como los polinésicos luaus, fiestas importadas de Waikiki a Kontiki.
Pero aquella juventud dorada, y a veces excesivamente disipada, nunca se mostró excluyente. Hubo siempre un espíritu de hermandad, y lo sigue habiendo, entre el pueblito de pescadores y los veraneantes, cuya feliz consecuencia es que hoy, democráticamente, contemos con campeonas de tabla como Sofía Mulanovich y Analí Gómez.
Los años ochenta y noventa, por el contrario, fueron penosos debido a un alcalde abocado a oscuros negocios, que descuidó su trabajo: el caos y la ausencia de servicios estancaron dos décadas al balneario. Hoy, sin embargo, esto ha cambiado gracias a su actual alcalde (y no es propaganda barata: digo algo que todos reconocen), quien en pocos años no solo promulgó ordenanzas felices que invitan a pintar de blanco las casas, dándole armonía al conjunto), o instaló el agua corriente y asfaltó pistas, sino que, sobre todo, reconstruyó y embelleció los malecones (el Paseo de los Tablistas, diseñado por el arquitecto Fort Brescia) e hizo proliferar sus jardines, por lo que ahora se lo considera distrito líder en áreas verdes.
Conminado aquí a definir Punta Hermosa en pocas líneas, yo declaro que sus playas son, más que nada, un estado de ánimo, una necesidad de pertenencia y una complicidad con su mar. Pocas playas del sur de Lima lucen una bahía tan bella y con tantas reventazones, y por lo mismo con muchos points para los aficionados a encaramarse en las olas. Espléndida para el kájak y el nado a mar abierto cuando sus aguas se tranquilizan; propicia en los días nublados para los goces de la lectura; luminosa y apacible para los paseos nocturnos; e incomparable con cualquier marea para el chapuzón matinal.
Y, por supuesto, no olvido que Punta Hermosa, de otro lado, es la belleza de sus muchachas (todo un estilo de encanto femenino), las caminatas desde Kontiki hasta El Silencio (pasando por El Paso, Playa Norte, Caballeros y Señoritas), las tertulias en las terrazas, los guargüeros de la tarde (en sus cajitas celestes), las pizzas de Nolo, el vuelo de los cormoranes, los raudos ciclistas, los saltos de los delfines que nos alegran el desayuno y el estilo de vida más natural del sur playero, nada cuadriculado, en el que nadie le pone a nadie horarios para bañarse, ni le prohíbe que tenga en casa perros y gatos.
Llevo veinticinco años seguidos veraneando en Punta Hermosa, aunque la frecuento desde la juventud. La temporada estival, si el clima está bueno, dura cinco meses. Empieza a fines de noviembre y se clausura el 1 de mayo, con la Fiesta de la Cruz, un jolgorio con procesión, bandas de pueblo, baile, comida, globos-luminarias y castillos de fuegos artificiales, en el que los ya tostados pobladores y veraneantes despiden juntos el verano.
Otras razones claves (y de orden personal) para disfrutarla: Punta Hermosa está solo a media hora de la ciudad, y tanto el aroma del jazmín y el acompasado rumor del oleaje nocturno como la brisa marina, que parecen traer las adormideras del Xanax, garantizan un sueño profundo y reparador.