El siglo pasado en el Perú fue en gran medida determinado por un grupo de mujeres adelantadas a su época, independientes y vigorosas, con voces que se hicieron oír por encima de los prejuicios de su tiempo. Mujeres notables como las cuatro mujeres que presentamos a continuación: Mocha Graña, Elvira Luza, Piedad de la Jara y Carola Aubry, que influyeron en el arte, la cultura y la sociedad peruana de las mejores décadas del siglo XX.
Por Rebeca Vaisman
Mocha Graña (1909-2003)
¡Ay, niña! Que vas a misa tempranito en la mañana / con la cara lavadita y la falda almidonada / acuérdate que en las noches no se te quita la maña / de perder la cabecita casi hasta la madrugada”. En 1960, Chabuca Granda dedicó el vals “Señora y dueña” a su íntima amiga –y madrina de su hijo Carlos– Rosa Graña Garland. Mocha Graña ya era entonces una figura imprescindible de la escena cultural y de las noches de bohemia limeñas.
Considerada como la primera diseñadora de modas peruana, fue, sobre todo, una de las más importantes mecenas del arte nacional: fundadora de la Asociación de Artistas Aficionados, difusora del teatro, la danza y el ballet clásico, promotora del Festival de Ancón e integrante del Comité Salvemos Lima, entre otras actividades que asumía con notable ímpetu. María Lucía Carrillo, fundadora de la escuela Mod’Art, conoció a Mocha en 1976, cuando regresó de estudiar escenografía y vestuario en París, y fue convocada para unirse al equipo del Teatro Nacional Popular, donde Mocha se encargaba del vestuario.
“Lo primero que notabas era su gran vitalidad. Era impresionante: estaba al día con todo lo que andaba pasando en cultura”, cuenta Carrillo. “Otra cosa que te sorprendía de ella era su receptividad y su capacidad de relacionarse con gente diversa: gente de teatro, arquitectos, periodistas, músicos… Tenía amigos de toda edad. La guiaba su curiosidad por conocer gente nueva e interesante”, asegura la diseñadora.
Grande era el poder de convocatoria de Mocha Graña y el cariño que por ella sentían sus amistades. Entre sus tantas cualidades podía contarse la de ser una excelente bailarina de marinera, y su mayordomo Manuel fue siempre su mejor pareja. En una tarde cualquiera podían darse cita en su casa de Salaverry la propia Chabuca Granda, el tenor Luis Alva, el director de teatro Ricardo Roca Rey, y algún joven integrante del Coro Nacional, recuerda María Lucía Carrillo. Mocha trataba de conectar gente, establecer vínculos fértiles que dieran vida al ámbito cultural. Y si alguien tenía vitalidad, era ella.
Elvira Luza Argaluza (1903-2004)
Cuando el Estado peruano decidió concederle en 1975 el Premio Nacional de Cultura al maestro ayacuchano Joaquín López Antay, gran parte de la “Lima culta” puso el grito en el cielo, oponiéndose a que el “arte culto” fuese puesto al mismo nivel que la artesanía. Esto inició uno de los más importantes debates culturales de esos años, y López Antay se vio obligado a defender su obra. Lo acompañaba un grupo de pensadores y artistas que formaron una defensa férrea frente a la intolerancia elitista. Una de las más apasionadas fue Elvira Luza. Peruanista, difusora del arte popular, colaboradora de la Comisión Nacional de Cultura y miembro del Instituto de Arte Contemporáneo, dejó como legado, tras su muerte, una de las colecciones más importantes de arte popular peruano.
Fue la menor de los cinco hermanos Luza Argaluza. De ellos, Reynaldo Luza alcanzó fama internacional. Pero, mientras su hermano mayor vivía entre París y Nueva York, Elvira se convirtió en toda una personalidad en Lima. Perteneció a la primera promoción de la Escuela Nacional de Bellas Artes, dirigida por Daniel Hernández: conoció a José Sabogal, se interesó por el indigenismo y por lo que crecía apartado de una Lima ajena.
“Era una mujer de carácter fuerte, dominante”, recuerda su sobrino y ahijado Carlos García Montero Luza. “Viajaba a la sierra para encontrarse con los artesanos. Se internaba en los pueblos a caballo, cuando era algo impensado para una mujer en esa época”. Fue una mujer independiente. Tras un noviazgo en París que finalmente no se concretó, nunca se casó. Elvira Luza dedicó su vida a la difusión de la cultura, a su pasión por la artesanía peruana y a sus amigos, que eran muchos. En su casa del parque Hernán Velarde, en Santa Beatriz, se tomaba el té los domingos. A la cita llegaban personajes como Alex Ciurlizza, José Cánepa, Pablo Macera, Luis Repetto e Isabel Larco. La tertulia se prolongaba hasta tarde.
Elvira Luza no solo investigó y adquirió objetos que para sus contemporáneos carecían de valor, sino que los hizo parte de su casa y de su vida. Hoy, el Museo de Artes y Tradiciones Populares alberga cerca de 300 piezas, casi la totalidad de su herencia. Lo mejor del arte popular peruano del siglo pasado, aquel tesoro que Elvira Luza supo encontrar.
Piedad de la Jara Loret de Mola (1903-2000)
La peña Karamanduka fue fundada en 1956 por Carlos de la Jara. Luego de un par de años, se la entregó a su hermana, Piedad de la Jara. Fue una gran decisión. Bajo la dirección de ‘Piti’ –como la llamaban sus amigos más íntimos–, Karamanduka se convirtió en el lugar preferido de la bohemia limeña de clase alta y en un espacio de celebración y disfrute de la música criolla peruana.
De martes a sábado, al local en la avenida Arenales llegaba “todo Lima”, y la recibía “el carisma y la simpatía” de Piedad, cualidades que “la convertían en la anfitriona sin par de las alegres noches de jarana”, recuerda su sobrino Leopoldo de la Jara, testigo de aquellas largas veladas. Sus primos Cecilia y Augusto de la Jara coinciden al respecto: Piedad era el alma del Karamanduka.
Siguiendo un camino que había sido empezado por Chabuca Granda, y acompañada por su hermana Rosita, Piedad quiso que la música criolla amplíe su público y fuese apreciada también por artistas de otros rubros, por intelectuales y por sectores económicos más altos. Eran asiduos del Karamanduka Doris Gibson, Sérvulo Gutiérrez, Manuel Ulloa, Catalina Recavarren, Mocha Graña y Carola Aubry, por mencionar algunos.
La propia Chabuca participaba de las noches de jarana, así como Lucha Reyes, la Limeñita y Ascoy, el conjunto Fiesta Criolla y Augusto Polo Campos, que improvisaban con la guitarra. “El Karamanduka introdujo la música criolla a los salones de Lima.
Pero también fue una puerta para grandes artistas”, asegura Tita Cedrón, su directora artística, sobrina, además, de Alejandro Ayarza de Morales, alias ‘Karamanduka’, compositor a quien la famosa peña debe su nombre.
Carola Aubry (1921-2003)
Fue la primera esposa del Presidente Fernando Belaúnde, y se divorció en una época en que hacerlo era motivo de cejas levantadas y susurros a las espaldas. Pero podría decirse que Carola Aubry estaba acostumbrada a despertar rumores a su paso. Mujer sofisticada, reconocida por su elegancia, tenía uno de los armarios más admirados de Lima, y también uno de los gustos más atrevidos y elogiados.
Es recordada como una mujer de múltiples talentos: fue diseñadora de modas y de joyas, se dedicó también a pintar; fue excelente cocinera y bailarina de marinera, y su estética particular la plasmó también en la decoración. Así la recuerda Mónica Larson, su nuera. Activa, siempre. Levantándose muy temprano en la mañana para leer todos los periódicos, revisando su enciclopedia forrada de gamuza y aficionada a los crucigramas. Siempre invitando gente interesante a su casa.
Fue amiga íntima de Mocha Graña (murió apenas una semana antes que ella) y gran anfitriona de la bohemia limeña. Una mujer con un gusto tan de avanzada, que hasta hoy sus nietas siguen usando sus vestidos.
Fue la hija engreída de su padre, el Capitán de Navío de la Armada Peruana Luis Aubry López. Pero muy pronto Carola entendió la necesidad de forjar un carácter fuerte. “Fue una mujer sin convencionalismos, apasionada, con opiniones contundentes: lo que tenía que decir, lo decía”, recuerda su sobrino, el interiorista Roque Saldías. “Su talento en decoración fue por el que más se le conoció. El eclecticismo fue su marca, pues mezclaba exuberancia con equilibrio”, continúa el diseñador. “Fue irreverente con el color en una ciudad dormida, y sus ambientes llevaban la impresión de un humor risqué”. Así recuerda su último departamento en Miraflores, donde predominaba el color fresa y la sala lucía varios retratos de ella hechos por distintos pintores (“eran sus espejos”, reflexiona Saldías), donde el mobiliario y objetos mezclaban lo peruano con lo europeo, y eran una suma de su vida. “Ella practicaba una ruptura en una época donde no había apertura. Su atrevimiento requería mayor valor y una mayor energía”, asegura el diseñador. “Carola era una mujer que dejaba huella”.