A manera de reflexión sobre las distintas formas de peruanidad, reunimos a tres familias cuya influencia en la cultura, la política y la educación nacional se sostiene a lo largo de generaciones: los Ballumbrosio, los De Belaunde y los Mérida.
Amador Ballumbrosio Mosquera cultivó la tierra y la música. Y entre esas dos simples tareas a las que dedicó su vida, el “taita” fue zapateador, violinista, rezador, jefe caporal del Atajo de Negritos de El Carmen, y patriarca de una familia chinchana de quince hijos. Una familia que no ha dejado que la música ni la tierra dejen de sonar. “Mi padre construyó en sus hijos una identidad que se basa en tener respeto por lo que crees y por el que cree. Nosotros respondemos a un legado de valoración, reivindicación y religiosidad”, reflexiona su hijo ‘Chebo’ Ballumbrosio, músico y educador.
“Amador es parte importante del corazón de cada uno de sus hijos y de la identidad afroperuana”, asegura. La leyenda dice que Amador Ballumbrosio sufrió un accidente cuando tenía apenas cuatro años y que se salvó solo de milagro. Es así como su madre Isabel entendió que Amador estaba destinado a algo grande. “A lo largo de los años este mito se fue haciendo realidad”, explica Chebo, y desestima la importancia de precisar la exactitud de la historia. “Mi abuela Isabel era una mujer muy creyente, y cuando tú crees en algo se te da”.
Pero el propio Amador parecía consciente de que le tocaba una labor importante. Chebo lo observaba de cerca: “Lo veía tan único, tan él, con algo de magia. Era diferente a los otros papás. Cómo olía, cómo caminaba, cómo te dirigía la palabra… sabías que ese hombre venía de otro lugar”.
El legado de los Ballumbrosio
Venía de sus antepasados africanos, que explican que sea Chebo, cuyo nombre completo es Amador Eusebio, quien lleve el nombre paterno pese a ser el tercer hijo varón, una tradición musulmana que respetaron. También venía de sus abuelos que fueron esclavos en un Perú de todas las sangres. Los Ballumbrosio pertenecen a la vida rural y convivieron con la adoración por la Virgen del Carmen y la tradición surandina.
En su casa, doña Adelina Guadalupe confundía el nombre de sus quince hijos, pero se encargó de alimentarlos, sanarlos y dar equilibrio a todos.
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Fue ella, aseguran sus hijos, quien permitió a don Amador hacer lo que hizo.
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En esa casa de El Carmen comían primero los más pequeños, y el mayor, al final, en un ritual de solidaridad que se repetía en todos los ámbitos cotidianos de la vida familiar.
Pero sobre todo, los hermanos Ballumbrosio convivieron con la música y entendieron que en ella estaba su búsqueda, su convicción y su origen. Incluso, después de la muerte de don Amador, ocurrida en junio de 2009.
Miguel Ballumbrosio ha pasado los últimos quince años entre Europa y Perú, difundiendo la música afroperuana y fusionándola con otras tradiciones. Hace diez meses regresó definitivamente a El Carmen para liderar un proyecto familiar: el Centro Cultural Amador Ballumbrosio. “Los pueblos con cultura viva necesitan un lugar donde proteger la memoria”, explica Miguel. “Aquí en el Perú los afroperuanos tenemos un legado afro, pero también andino, y queremos reafirmar esa identidad afroandina desde el mismo El Carmen. Hay muchas personas que no son conscientes de su propia historia”, asegura.
Miguel también participa en un proyecto de Red Bull Music Academy, que quiere fusionar el legado afroperuano con ritmos contemporáneos. Eventualmente, la idea es sacar un disco con el resultado de este proyecto. “Hasta hace un tiempo, en el Perú, éramos cautos con la fusión por problemas raciales”, continúa Miguel. “Pero eso se está rompiendo, y lo vemos en la gastronomía peruana. ¿Por qué no en la música? La música peruana es una fusión total, que mezcla lo afro, lo andino y lo europeo. Lo que identifica más al Perú es la mezcla de géneros y de culturas. Es la historia de nuestro país”.
El Perú cambia, pero la discriminación racial, económica y de género sigue siendo parte del día a día de los peruanos. Desde los años noventa, Chebo está ligado a dos proyectos educativos que buscan fomentar valores como la integración y el respeto por la diversidad: el colegio Los Reyes Rojos y la escuela circense La Tarumba. En ambos ha sido profesor de alumnos que hoy pintan canas. “Las nuevas generaciones de peruanos son totalmente distintas”, dice sonriente.
Emilia, de quince años, Martina, de once, y Paula, de siete, son las hijas de Chebo, y tres de los treinta y seis nietos que tiene Adelina Guadalupe, quien vive cuidada y abrazada por varios de sus hijos en la casa familiar, esa que sigue abriendo las puertas a todo aquel que caiga por El Carmen. Chebo se pregunta si para sus hijas el camino será más fácil de lo que fue para él.
Su padre siempre decía que cada uno de sus hijos era una raya de sembrío, y solo ellos podían administrar la cosecha. Sus hijas ahora lo saben todo, conocen varios idiomas y le enseñan a descargar aplicaciones en su celular. “Ahora me ‘bullean’ cuando otras personas me piden autógrafos”, ríe Chebo. “Pero tarde o temprano les tocará responder a esa necesidad, la de la música”. Es una herencia que vive en ellas. Es lo que su padre les enseñó.
Los De Belaunde
“Es un momento de intensa emoción, cuando presto juramento y me incorporo a la Cámara de Diputados. Tenía treinta años de edad. Con muchos proyectos en la mente y animado con todo el caudal de mi idealismo, me propongo cumplir mi deber para con el Perú y para con la provincia que representaba, y ser consecuente con los principios que orientan mi vida”.
Esto escribió Javier de Belaunde Ruiz de Somocurcio en sus memorias, tituladas “Político por vocación” (1996). Recordaba, entonces, su juramentación como diputado de la República en 1939, la primera de las cinco veces que ocuparía un escaño en representación de Arequipa. También sería ministro de Justicia durante el primer gobierno de Fernando Belaunde Terry.
Seguramente esas palabras resonaban en Alberto de Belaunde el día de su propia juramentación como congresista, más de siete décadas después. La coincidencia quiso que tuviera treinta años, como los tenía su abuelo. La figura de Javier de Belaunde fue fundamental en la vida del nieto, hoy congresista oficialista, y determinó sin duda su vocación política. “Mi abuelo vivía a seis cuadras de mi casa y todos los sábados iba a visitarlo”, recuerda Alberto.
Durante esas visitas, el abuelo narraba su paso por la política: el relato de la rebelión de 1950 en Arequipa, donde casi pierde la vida; las giras que hacía a caballo para visitar los pueblos más alejados de la provincia de Castilla. “La suya era una visión muy comprometida, en claro contraste con lo que estaba pasando en ese momento en el país”, dice Alberto, refiriéndose a la primera década del 2000, tiempos de crisis política en los que, sin embargo, se convenció de que seguiría los pasos de su abuelo.
La suya también es una familia de abogados. Lo fue don Javier, aunque abandonó el ejercicio para dedicarse a la política a tiempo completo. Lo es su padre, Javier de Belaunde López de Romaña, y su madre, Isabel de Cárdenas. Su hermano mayor, Javier, y Alberto mismo estudiaron la carrera de Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú.
“Yo nazco en 1947, y el uso de razón me coge con un padre que conspiraba permanentemente para hacer caer a la dictadura de Odría”, recuerda Javier de Belaunde López de Romaña. “Fue víctima de persecuciones: se tiene que exiliar dentro del Perú, logra irse como administrador de una hacienda ganadera en Puno. Todo eso fue un aprendizaje del país muy importante para mí”. Cuando en 1956 su padre fundó el Partido Demócrata Cristiano, Javier pegaba letreros con engrudo en las calles de Arequipa y lo acompañaba a los mítines.
“Fui descubriendo el valor de lo que mi padre hacía, su compromiso por lograr un país mejor”, asegura. Pero el Congreso que su padre conoció y esa casta política a la que perteneció (compuesta por figuras como Jaime Rey de Castro, Héctor Cornejo Chávez, Mario Polar y el propio Valentín Paniagua, por mencionar algunos nombres), es muy distinta a la de ahora. “Yo admiro a Alberto”, asegura Javier de Belaunde. “No solamente por las empresas que ha emprendido, por su valentía y su manera de encarar las cosas, sino por esa paciencia que no le conocía… ¡y vaya si se requiere ser paciente en el Congreso!”.
“Mis padres nunca me transmitieron preocupación frente a mi candidatura”, dice, por su parte, Alberto. De hecho, considera que su campaña fue un proyecto familiar. Lamenta que, a pesar de que su abuelo vivió hasta los ciento cuatro años, no pudo verlo en el Congreso, pues murió en 2013. “Pero a través de su libro de memorias siento que me acompaña y me aconseja”, revela el nieto. Su compromiso con la función pública tiene un elemento personal, casi de promesa. “A veces estoy sentado en mi escaño y pienso en mi abuelo, y en el privilegio que es estar ahí”, finaliza Alberto. “Espero estar siempre a la altura de ese privilegio”.
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Los Mérida
En los talleres de arte popular, los niños juegan donde trabajan los adultos. Así ocurrió con Edilberto Mérida Pilares y sus hermanos. Su sala de juego era el taller de su padre y de su abuelo en el barrio de San Blas, en Cusco. Sus primeros juguetes fueron piezas rotas o por terminar que los artesanos dejaban a la mano. Observaban los procesos de modelado y quemado, descubrían la pieza en el horno y veían cómo el objeto se transformaba al pintarlo. Era como mirar un espectáculo de magia. “Y muchas veces terminábamos viendo esa misma pieza en una exhibición, o resultaba que era para regalársela a alguien importante. Esa misma pieza que vimos salir de un trozo de arcilla de nuestra casa”, recuerda Edilberto. Esas imágenes, como a la arcilla, lo moldearon.
Es el único nieto que lleva el nombre de su abuelo, Edilberto Mérida Rodríguez, uno de los principales renovadores del arte popular peruano del siglo XX. Los Mérida forman parte de un grupo de familias cusqueñas emblemáticas, que además tienen a San Blas como epicentro de su creatividad. Clanes como los Mendívil y los Olave. “Siento orgullo de llevar su nombre. Quizás sería una carga si no hubiera decidido seguir su camino, pero yo seguí con muchas ganas la línea que empezó mi abuelo y que continuó mi padre Édgar”, dice Edilberto. En su caso, esta práctica se ha encontrado ya con una formación académica, pues estudió Escultura en la Facultad de Arte de la Pontificia Universidad Católica, en Lima. “He estudiado, he viajado, he tratado de buscar nuevos recursos artísticos para seguir transmitiendo lo que queremos como artistas”, dice sobre un taller que acoge ya a su tercera generación.
Edilberto Mérida Rodríguez nació en 1927, en el barrio cusqueño de San Cristóbal, hijo de un sastre y de una madre con gran habilidad para el crochet, quienes estimularon sus habilidades manuales. Cuando Edilberto llegó a la arcilla, encontró un estilo propio, que lo hizo conocido: sus figuras desgarradas, de nudillos y rostros marcados, que mezclan sufrimiento y religiosidad, un estilo al que se llamó “barro de protesta”.
Edilberto era consciente de la situación del campesino en la década del cincuenta, y quiso plasmar, sobre todo en la cerámica, su preocupación social. Pero también podía ser un hombre alegre, que tocaba la guitarra y el acordeón en reuniones familiares. Sus hijos Hubert y Édgar recogieron parte de esta historia en un libro titulado, simplemente, “Mérida”. “Pienso que estos grandes maestros que han destacado en las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta del siglo pasado, pertenecen a un momento especial de reivindicacción del índigena y del hombre peruano”, opina Edilberto, el nieto. “En ese momento mi abuelo tenía los recursos ideológicos para hacer una propuesta de arte contestataria. En aquellos tiempos, los académicos criticaban que a artesanos como Edilberto Mérida o Joaquín López Antay se les llevara al nivel de la galería, del museo.
Estos maestros rompieron esa barrera para el arte popular a través de su obra. Una obra que logró comunicar más socialmente que muchos artistas plásticos de academia”. La tercera generación Mérida nació en Cusco, pero creció y vivió en Lima desde la infancia. Sin embargo, nunca dejaron de añorar su niñez en San Blas y en el campo del Valle Sagrado. Edilberto Mérida murió en 2009, y sus hijos y nietos sintieron la necesidad de concretar un proyecto que lo honrase.En 2015 regresaron definitivamente a Cusco, para inaugurar en Calca el Museo Inkariy, una iniciativa privada de la familia que recorre las principales civilizaciones precolombinas.
El taller de cerámica también fue mudado a Calca y es manejado por Édgar Mérida. En San Blas permanece la galería en homenaje al abuelo. Y los nietos tomaron la posta de su lucha por valorar el arte popular, que representa la alegría, la fe, el dolor, y también lo mejor de su tierra.
Por Rebeca Vaisman
Fotografía Rafo Iparraguirre
Estilismo Sara Vílchez
Maquillaje y peinado Olga Sonco
Agradecimientos La Tarumba, Diesel y Zara.