Silvia Vásquez-Lavado sigue anonadada. Aún no puede creer el revuelo mediático que su llegada a la cima del Everest ha generado en el país –ha sido nombrada embajadora de la Marca Perú y facilitadora contra la violencia hacia la mujer por el MIMP– y en sus habitantes, quienes no tardaron en expresar su orgullo en las redes sociales y en las páginas web de los medios que rebotaron la noticia. “De regreso, al llegar a la base (del Everest) me encontré con un amigo indio que me dijo: ‘Silvia, ¡felicidades! Tu país esta orgullosísimo de ti’”.
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A pesar de que pensó que su amigo se refería simplemente a felicitaciones de su familia y amigos vía Facebook, cuando tuvo acceso a internet, se dio cuenta de la magnitud que la noticia había alcanzado el Perú. “Entonces me di cuenta del impacto”, dice la montañista. “Lo único que atiné a decir fue: ‘Creo que mi vida ha cambiado’… Todavía estoy como en las nubes”, agrega Silvia mientras sonríe.
Antes del cambio
Cuando salió del país a los 18 años, no se fue sonriendo. El dolor y la vergüenza de una infancia manchada por el abuso la hicieron huir hacia Estados Unidos, país en el que actualmente reside, para estudiar la carrera de Administración y Negocios Internacionales gracias a que obtuvo una beca Fulbright. A pesar de que trató de alejarse del pasado y dejar atrás los tres años traumáticos de violencia sexual que había vivido, la culpa que injustamente sentía seguía ahí.
Por ello, por iniciativa de su madre y junto a ella, Silvia regresó al Perú en agosto de 2005 para hacer lo que llama “una meditación de sanación”. “Decidí hacerme alpinista durante un retiro espiritual que mi mamá me incitó a hacer. ‘Te va a conectar con el dolor’, me dijo. Durante esa sesión, me vi a mí misma de niña, después de una de las sesiones de abuso, tiritando, y me vi, a la vez, de adulta, conectando con esa niñita y caminando con ella entre montañas”.
Entonces, Silvia interpretó esa visión y, sin ningún tipo de experiencia previa en lo que a montañismo se refiere, se propuso emprender una travesía de magnitudes proporcionales a las de su dolor. Después de haber tocado fondo, tenía que subir al punto más alto del mundo. “Si iba a hacer una polaridad, tenía que ser así de extrema”, afirma.
“Cuando, en octubre de 2005, fui a Nepal, no tenía ni el equipo ni el entrenamiento… ¡Unos amigos me prestaron un sleeping bag y hasta la casaca!
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Lo único que compré fueron los zapatos”, cuenta Silvia.
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Pero tampoco tenía miedo. “Personalmente, estaba atravesando una etapa muy difícil producto del trauma: andaba metida en vicios… Entonces, quise ver qué se me presentaba en ese lugar. No tenía nada que perder. Y fue ahí que vino la magia”.
Por paradójico que parezca, fue al pie de las montañas, imponentes y amenazantes para cualquiera, donde Silvia se sintió protegida por primera vez. “El momento en el que me topé con los Himalayas me cambió la vida. Sentí una seguridad que jamás había experimentado. Era como si las montañas me dijeran ‘Silvita, bienvenida, no tengas miedo, acá te vamos a proteger. Todo lo terrible que has pasado no ha sido tu culpa. La vida está abierta para ti”, revive la montañista con una emoción conmovedora.
La fuerza y el coraje que la cordillera despertó en ella fue tal que la hizo seguir de frente hasta la base del Everest en cuatro días, en vez de los diez que la gente tarda normalmente en hacer el recorrido. Fue ahí donde, embargada de emociones, le prometió a la “madre del universo” regresar e intentar llegar a su cima, pero bajo dos condiciones: prepararse para ser montañista y llegar a la cumbre con una causa social, que –aunque en el momento no lo sabía– sería Courageous Girls, la ONG que fundó en 2014 y que busca empoderar a jóvenes víctimas de abuso sexual para que, al igual que Silvia, superen el trauma mediante la aventura y la meditación.
Once años más tarde
El 19 de mayo de este año, y habiendo conquistado el Kilimanjaro, el Aconcagua, los montes Kosciuszko y Elbrús, la pirámide de Carstensz y el macizo Vinson, Silvia regresó al Everest en un acto de redención plagado de símbolos. Además de la bandera peruana, llevó consigo dos fotografías: una de ella cuando era niña y una de su madre, quien falleció en 2013. Ese fue el modo en el que Silvia se reivindicó a sí misma y, además, a todas las niñas y mujeres víctimas de abuso sexual, a quienes dedicó este logro personal.
“Detrás de mí estaba mi destino”, reflexiona mientras observa la foto que se llevó al punto más alto de la Tierra. Una imagen que antes odiaba porque le recordaba los abusos a los que fue sometida, pero que, como si de un presagio se tratara, muestra en el fondo a un muñeco de nieve que asoma, protector, detrás de la pequeña Silvia.
Por Vania Dale Alvarado
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