Por Gabriel Gargurevich. Publicado originalmente en el libro “8 mujeres: retratos de peruanas que encontraron el éxito (y el poder)”.

La puerta de vidrio emitió un quejido espectral al abrirse. El viejo que me había estado mirando desde el interior del edificio no pudo contenerse más. ¿Qué hacía yo sentado en las escaleras de su edificio? Si tenía discutir con mi novia, debía hacerlo un poco más allá, no en el área que él custodiaba con recelo. Con un gesto, me echó; me indicó que llevara mi conversación telefónica a la otra cuadra, o que me tirara al mar, como dice la canción. Me levanté, caminé por la calle Colón hacia el malecón y resoplé con fuerza, mientras escuchaba hablar a la Primera Dama del otro lado del auricular.

Por un momento sentí que estaban filmando. Que el señor del edificio no era más que un actor improvisado que había aceptado colaborar en el video de una canción romántica despechada, en el que terminaría, efectivamente, lanzándome un clavado desde el malecón, con el celular pegado a la oreja, como si el aparato me estuviese jalando violentamente hacia abajo sin remedio. La imagen en la pantalla se partiría en dos y Nadine aparecería en una de las mitades, parada al lado de su escritorio de madera en su despacho de Palacio de Gobierno, mirando hacia una de las ventanas, calmada pero desafiante, ante el gesto cómplice de sus asesores de prensa, y con la luz melancólica de la tarde de fin de verano dándole en la cara.

Era la tercera llamada que había recibido de Nadine. Ya no me daba órdenes como en la segunda, una hora antes. Ahora su tono era conciliador, como si estuviese jugando su última carta.

–Al final todo se resume a que me hagas un favor –me dijo casi susurrando. 

Casi podía ver el mar cuando le repetí lo que le había dicho en las dos conversaciones previas:

–Nadine, ¿tú sabes que aquí no hay nada truculento, cierto? Sabes que he actuado con total transparencia.

–Lo sé. Al final todo se resume a que me hagas un favor. A que me hagan un favor la empresa periodística para la que trabajas y tú.

***

Una hora antes me había llamado Roxana Altuna, su asesora de prensa. Su voz de ultratumba me puso en alerta.

–Te quieren hablar –dijo, secamente.

Unos segundos después, la voz de Nadine entraba por mi oreja, como una serpiente, un riachuelo de lava, recorriendo los surcos de mi cerebro, el corazón bombeando con fuerza. 

–Hola, Nadine. Qué gusto escucharte –dije, mientras caminaba en círculos.

–Hola, Gabriel –dijo con voz cortante–. ¿Cómo es posible que la nota siga igual?

Guardaba la calma a fuerza de contención. Se notaba en la forzada articulación de sus palabras: me dio la impresión de que sus labios formaban una pequeña «o» cuando en realidad quería moverlos como un dibujo animado demencial y hacer estallar la voz.

–¿Cómo?

–¿Cómo es posible que la parte relacionada a Villanueva esté intacta?

–Bueno, le he bajado un poco el tono a algunas palabras y…

–Está exactamente igual. Todo está exactamente igual.

–No todo… Por ejemplo en la parte donde dices que tienes treinta por ciento de apoyo popular, a pesar de toda la basura que te han tirado, reemplacé la palabra «basura» por «cargamontón»…

–La parte de Villanueva sigue igual. No puede ser, Gabriel. ¿Con quién tengo que hablar para que la eliminen?

–Bueno, estás hablando conmigo… Si fuese por mí, esa parte ya no estaría en el texto. Si no fuese periodista… Porque como periodista no puedo eliminar la parte de Villanueva. La información recogida, de manera legal, por cierto, ya ni siquiera me pertenece a mí sino al público lector. Además, en la revista no quieren eliminar ni cronicar esa parte.

Tres día antes, el lunes, le había mandado un mail a la Editora Central de la revista, Isabel Miró Quesada, con la parte de Villanueva cronicada. Le había prometido a Nadine reescribir esa parte, «bajarle el tono», y así lo hice. Pero el jueves en la mañana, Isabel, como si la tensión acumulada durante la semana hubiera encontrado las primeras ranuras por donde salir a la luz, me dijo:

–¡Ni hablar! ¡Eso (lo relacionado a Villanueva) lo queremos escuchar con sus propias palabras!

Cronicar esa parte era como echarle agua a una fogata. Y si Nadine había botado fuego como una dragona el día de la entrevista, no podíamos privar a nuestros lectores de su fulgor. Caminando por la calle Tarata, en Miraflores, ese jueves, la conversación que tenía con Nadine estaba a punto de explotar. 

–Gabriel, acá estamos hablando de asuntos que comprometen al Gobierno y a su estabilidad.

–A mí me parece que has dado tus opiniones de forma honesta. Además, no te he grabado debajo de la mesa, no te he chuponeado. Había dos grabadoras entre los dos.

–Sí, pero acordamos que esto no era una entrevista política, sino un perfil.

–Dentro de las preguntas que acordamos en los días previos a la entrevista…

–Es que no tenía que ser una entrevista –me interrumpió– sino una conversación que alimentara el perfil que estabas haciendo. Si me hubieras pedido una entrevista, no te la hubiera dado.

–Una conversación para alimentar el perfil con dos grabadoras en medio es una entrevista –precisé.

–Lo has escrito como una entrevista, con una pregunta, seguida de una respuesta.

–El setenta por ciento de la nota está cronicado –advertí. Solo la parte final, donde hablamos de política, tuve que dejarla en formato pregunta-respuesta… Tenía que respetar ese contrapunto, el ritmo que el texto había tomado…

–Habíamos quedado en que no hablaríamos de política.

–Dentro de las preguntas que definimos en la reunión con Roxana Altuna, antes de la entrevista, estaban las relacionadas a tu papel como Primera Dama. Y tu labor de Primera Dama es muy politizada… No me dijiste: «Esto te lo digo off the record», al menos no cuando te hice esas preguntas.

–Lo que pasa es que para mí se trató de una charla entre amigos, y hablé con la confianza con la que hablan los amigos.

Cuando la entrevisté en Palacio de Gobierno, el domingo seis de abril de 2014, dos semanas antes de esta conversación en Tarata, habían pasado veinte años desde nuestro último encuentro.