Robinson Fox muestra su lucha contra una enfermedad rara en el documental “El vuelo de la libélula”, que pronto se estrenará. Además, nos cuenta cómo el dolor se transformó en inspiración.
Por Adriana Garavito
Robinson Fox no parece estar enfermo. Lleva sus cuarenta y cinco años bastante bien: es un padre orgulloso de dos hijos, empresario, tiene bajo el brazo una maestría en Marketing, y asegura que se siente optimista. En una pastelería en Miraflores, luego de pedir un jugo, se acomoda el blazer que lleva puesto, sonríe y se confiesa emocionado por compartir su historia.
Hasta antes de entrar a la universidad, Fox era deportista. Pero cuando cumplió dieciocho años comenzó a sufrir de dolores de espalda. Probó masajes, terapias físicas, yoga, acupuntura. Visitó a cientos de doctores, recibió mil opiniones, viajó a Estados Unidos, pero solo le dijeron que tenía una pierna más larga que la otra. Nada lo hacía sentir mejor. El dolor se tornó tan intenso que estornudar era una tortura. “Era la peor cosa que me podía pasar. Sentía que me quería quitar la columna”, recuerda.
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Fox cojeaba de dolor, vivía con inyecciones, tomando pastillas, y con el tiempo pensó que se estaba degradando sin ninguna razón aparente: el universo lo había elegido para sufrir y no había más que hacer. Hasta que, en 2003, trece años después, un reumatólogo por fin le dio una respuesta: sufre de espondilitis anquilosante, una especie de artritis que ataca directamente a la columna.
El alivio de tener un diagnóstico no aligeró el golpe de la realidad. Es una enfermedad congénita, degenerativa, no tiene cura y en nuestro país está catalogada como una enfermedad huérfana o rara por el Ministerio de Salud, ya que tiene peligro de muerte o invalidez crónica. Básicamente, es un mal que calcifica las vértebras. “Pero con esas malas noticias llegaron las buenas”, comenta. “Ese mismo año mi esposa quedó embarazada. Entonces, tomé la decisión de llevar la vida lo más ligera posible”.
No fue fácil, pues hasta las cosas que parecen simples son terribles para su columna: manejar un auto mecánico, saltar, correr, subir escaleras, caminar largos periodos de tiempo.
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La carga física pasó a ser una carga emocional, y el colapso fue inevitable. “Era un tipo molesto, bastante amargado”, dice. Tenía razones para estarlo. La enfermedad le devoraba el cartílago de a pocos, y después de unos años se sometió a una operación a la cadera. “Pero todo pasa por algo, ¿no? Fue esa operación la que me abrió los ojos. Después de ella sentí una mejora, me di cuenta de que lo que tenía que trabajar era mi mente”.
Una experiencia religiosa
Robinson Fox se convenció de que no perdería su personalidad, de que la batalla era para ganarla. Era él contra él mismo y entró en un proceso de aceptación. Meditaba casi todos los días y entrenó a su mente para que repitiera: “Estoy sano”, “ya no siento dolor”. Tomó riesgos y viajó por el país. Rezó, pensó en la fuerza de su espiritualidad, y ahora es un hombre que pasa como cualquier otro hombre sano. Eso hace que se sienta distinto, más fuerte.
“Sé que es raro, pero una vez una amiga me preguntó si volvería a pasar por todo esto y le dije que sí. No se lo deseo a nadie, pero esta enfermedad me dio otra perspectiva sobre la vida. Y me siento bien en el lugar en el que estoy”.
Desde mayo de este año, Fox es el director de la Unidad de Espondilitis Anquilosante en Esperantra, asociación de ayuda a pacientes con cáncer. Escucha a los pacientes, los guía, y comparte su experiencia con ellos.
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Además, hace proyectos que crean conciencia sobre la enfermedad, pues un uno por ciento de la población mundial la padece de manera latente; es decir, no sabe que la tiene.
La vida frente a cámaras
La intención de inspirar a otros lo motivó a ser director comercial de un documental sobre su vida. Así nació El vuelo de la libélula, escrito por Carlos Nash, dirigido por Gonzalo Benavente y producido por Fernando Morales. En él, Fox se muestra tal y como es: un padre que no puede hacer mucho esfuerzo para jugar con sus hijos; un padre que llora cuando escucha que ellos lo consideran un héroe por ayudar a los demás, y un hombre que no puede jugar bowling, pero que se atreve a hacer el Camino del Inca, en el Cusco.
“Fue todo un reto. Los primeros días me sentía muy bien, pero casi al final no podía caminar. Cuando vi las tomas de la película en las que parezco un bebito subiendo escalones, fue fuerte”, confiesa. Fox estima que El vuelo de la libélula se estrenará antes de fines de año en cines locales y en festivales. “Es un proyecto bien hecho. Lo importante para mí es la difusión, no el dinero que se recolecte. Y confío en el trabajo que se logró”. Como una libélula, Robinson Fox no sintió sus alas hasta que creó conciencia de sí mismo, y ahora que vuela, nada lo detiene.