La arquitecta de interiores y diseñadora industrial Mathilde Cerf transformó una propiedad de los años cincuenta en su casa-taller. El trabajo, allí, implicó una reconfiguración profunda de los espacios. Pero, también, una oportunidad para reflexionar sobre su propia historia.
Por Gloria Ziegler / Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart
No podía ser indiferente. Mathilde Cerf creció escuchando las aventuras de un bisabuelo explorador, los relatos de viaje por Asia y África de su madre y las historias de su padre, en la Amazonía peruana. Así, antes de descubrir el diseño industrial o saber siquiera qué era la arquitectura de interiores, empezó su debilidad por los objetos de colección. No se trataba de seguir la sofisticación delineada por las modas u objetos ridículamente costosos, sino aquellos que eran capaces de resumir una historia o, quizás, algún recuerdo familiar antiguo. Y ese interés, con el tiempo, se convertiría en uno de los pilares de su trabajo como interiorista.
Hace poco más de un año, cuando descubrió esta casa de ciento sesenta metros cuadrados frente a El Olivar, supo que estaba frente al lugar perfecto para regresar a la ciudad.
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“Después de vivir una temporada en San Bartolo, nos encontrábamos en un momento de transición para la familia: con mi pareja supimos que íbamos a ser papás nuevamente, y queríamos volver”, cuenta Cerf.
Dar con el lugar apropiado no había sido sencillo: necesitaban una propiedad que se pudiera adaptar a su familia pero, además, que permitiera la instalación de un pequeño taller y recibir visitas de los clientes y proveedores de la interiorista y diseñadora, algo que en un edificio convencional no terminaría de funcionar. “Por eso, cuando encontramos esta casa, me fascinó que tuviera una entrada directa. Y luego, cuando descubrimos la terraza, entendí que estábamos frente a una joya: era un espacio que, además, de generar un área social con vista al parque, nos permitiría crear un cuarto independiente para mi hijo mayor. Entonces, me proyecté por completo”.
Formas vitales
La casa, construida en los años cincuenta sobre un conjunto de tiendas comerciales, estaba dividida en dos plantas. Allí, la distribución del primer nivel se organizaba con una sala, el comedor diario, una cocina minúscula, dos habitaciones y un walk-in closet, conectado por un corredor central. Y, en el segundo nivel, una terraza con vista a El Olivar, que los anteriores locatarios habían utilizado como área social. “Era un lugar fenomenal para vivir, pero necesitábamos reestructurar los espacios para que funcionen mejor y podamos estar cómodos”, explica la arquitecta de interiores. Ese trabajo, sin embargo, debía realizarse en tiempo récord: para entonces, Cerf ya estaba en su sétimo mes de embarazo.
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La remodelación, por eso, se centró en la optimización de los ambientes principales: el área social del primer piso, que originalmente tenía dos accesos –uno al borde de la escalera de entrada y otro en el corredor central–, se replanteó conservando uno de los ingresos para ganar espacio en la cocina. Luego, demolieron parte del muro que dividía la sala del comedor diario a fin de generar amplitud. Y, en el extremo que conservaron, crearon un home office con un escritorio de playwood, diseñado por Cerf, que se integra con ambas áreas. En el piso superior, por otro lado, transformaron un espacio techado en el cuarto de su hijo mayor, e instalaron dos grandes toldos movibles para proteger el nuevo comedor y el área social de la terraza. Y, finalmente, en uno de los extremos crearon un subespacio con madera natural y caña para incluir una lavandería discreta.
En el camino
“Siempre me ha gustado trabajar con lo que ya existe, con las colecciones privadas de cada persona”, cuenta Cerf. La suya tiene piezas de Hilton McConnico y muebles de diseño. Pero, también, una estatuilla de la India; una pipa muy vieja que perteneció a su bisabuelo; palo santo del norte; un mahjong; imágenes de La Pagoda, y una caja de música artesanal –regalo de su hijo–, que reproduce el graznido seco de las gaviotas y el estallido de las olas contra la costa. Y así siguen, una tras otra, como pequeños retazos de memoria.
“Eran objetos con mucho viaje y recuerdos familiares que tenían que ir encontrando su lugar. Por eso, en el interiorismo, quise recrear esta idea del explorador que llega con sus objetos a encontrarse con la jungla, la humedad y el mar”, dice. Con este concepto, combinó una paleta de colores azules y verdes con toques blancos para los muros interiores, y tonos celestes con acentos azules para la fachada y la terraza. Su colección y el mobiliario, luego, fueron tomando el espacio bajo una lógica ecléctica: fotografías de Hans Stoll, plantas, un cuadro anónimo recuperado y una lámpara de Gerrit Rietveld, en la escalera de entrada. Sillones de cuero negro de la casa Tecta, mesas de centro diseñadas con mármoles que pertenecieron al hotel Crillón y fotografías de Eddy Espinoza, en la sala. Una mesa Knoll de los años sesenta, un tocadiscos, plantas de la selva, repisas que funcionan como memorabilias, para el comedor.
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Y dos sillas de Harry Bertoia, en el escritorio.
“Realmente fue sentir que todo encajaba. Me encantó la idea de reestructurar los ambientes de manera funcional y, a la vez, recrear una historia”, cuenta Cerf. Ese proceso encerró, además, un camino inesperado para explorar las raíces propias.
Artículo publicado en la revista CASAS #258