Luego de interpretar a lo largo de su dilatada carrera a personajes tan icónicos como Richard Nixon, Pablo Picasso o Alfred Hitchcock, el galés ganador del Oscar se luce como Benedicto XVI en la cinta “The Two Popes”, que se estrenó vía Netflix hace algunas semanas y fue nominada en cuatro categorías del Golden Globe, incluida Mejor Película (Drama). Cordial y conversador como de costumbre, el actor salpica sus respuestas con anécdotas de su pasado y reflexiones sobre lo que significa envejecer y encontrar la espiritualidad en esta etapa de su vida.
Por Yenny Nun, corresponsal de COSAS en Los Ángeles
¿Por qué aceptó este papel de Benedicto XVI?
Me lo ofrecieron (risas). Nunca había trabajado con Jonathan (Pryce, protagonista de “The Two Popes”) aunque sí con Fernando (Meirelles, el director). Jonathan y yo somos oriundos de Gales, pero no lo conocía en persona. Y, cuando nos conocimos, sentimos una química inmediata, a pesar de que tenemos diferentes estilos de actuación: él es muy relajado y yo más disonante. Lo pasamos maravilloso, bromeamos mucho. Cuando estás en Roma, no necesitas actuar demasiado porque la ciudad lo hace por ti.
¿Qué más nos puede contar de Jonathan Pryce?
Nos reímos porque en la hoja del reparto primero aparecía el nombre de él y luego el de sir Anthony Hopkins. Y remató comentándome que le habían dado un tráiler más grande que el mío. Entonces le dije que yo era un ‘sir’ y él no (risas). Y, cuando toqué el piano en una escena de la película, él se quedó dormido. Jonathan es muy privado; sale a comer y no se inmuta cuando le piden fotos, aunque es más conservador que yo. Es una persona maravillosa con quien trabajar. Y, físicamente, se parece mucho al papa Francisco. Incluso, cuando estábamos filmando, algunos pensaban que era Su Santidad.
Benedicto XVI y Francisco son muy distintos entre sí…
El guionista Anthony McCarten, quien también escribió la obra de teatro en la cual se inspira la película, se imaginó lo que ocurrió entre los dos prelados cuando se reunieron, sintetizó las conversaciones y, a través de ellos, nos muestra dos ideologías muy distintas: una conservadora, representada por Benedicto, y otra liberal, simbolizada por Francisco. Lo que me gustó de esta historia es que me encuentro muy cerca de la edad que tenía el papa Benedicto cuando ocurrieron estas vivencias.
Benedicto es un alemán conservador y no entiende cómo Bergoglio, este joven argentino jesuita y marxista, ha llegado donde está, mientras él es un anciano incapaz de enfrentar su cargo al que ha decidido renunciar (lo que no había sucedido durante setecientos años en la historia del Vaticano). Cuando interpreté a Benedicto, preferí no meterme en el aspecto político. Ambos tratamos de olvidarnos de nuestras diferencias y de conversar de un tema que nos preocupaba: la tolerancia y el perdón, y, además, perdonarnos a nosotros mismos por nuestros pecados pasados.
La cinta muestra que, aunque ambos son muy distintos, encuentran puntos en común. ¿Qué otro personaje histórico logró esto?
Creo que John F. Kennedy fue un gran presidente, porque no le interesaba derrotar al comunismo, sino entender por qué Kruschev estaba nervioso enviando misiles a Cuba. “No quiero ir a la guerra, sino entender por qué Kruschev ha tomado esa decisión”, señaló Kennedy. Ese es un ejemplo de la verdadera diplomacia, y en “The Two Popes” se muestra la diplomacia espiritual suprema.
Hopkins religioso
¿Cómo ha evolucionado su propia espiritualidad?
Es un tema muy personal. Solía ser ateo o agnóstico, pero hace algunos años sucedieron cosas en mi vida y solo recientemente me di cuenta de que no tenía clara la película. Hace poco me encontraba en Inglaterra trabajando en una cinta titulada “The Father”, y mi mujer estaba grabando un documental acerca de mi vida, entrevistando a Jodie Foster y a otros actores que habían trabajado conmigo. Nos encontrábamos en Gales, y ella decidió ir a visitar a una de mis profesoras del colegio que aún vive. Stella (Arroyave, esposa de Hopkins) le pidió que me describiera como alumno. “Terrible, un joven sin rumbo; una vez que dejó la escuela no teníamos ninguna esperanza, no dábamos nada por él. No sabía escribir, no era bueno para los deportes, ni siquiera le interesaba ser parte del grupo que actuaba en las obras de teatro”, fue su respuesta, y luego comentó: “Lo increíble es que diez años más tarde nos enteramos de que Anthony era el sustituto de Laurence Olivier en el Teatro Nacional; realmente no nos explicábamos cómo lo había logrado”.
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¿Y cómo lo explica usted?
Yo era un niño muy asustado, de muy baja autoestima, y tampoco entiendo cómo logré eso en diez años y luego mucho más en los siguientes diez, y así sucesivamente. Era casi imposible… Le voy a contar otra historia. En 1984 me encontraba en Roma haciendo una película junto a Bob Hoskins, titulada “Mussolini and I”, cuando conocí a un sacerdote de bastante más edad que trabajaba en el Vaticano y me invitó a tomarnos un café. Fuimos a un restaurante y me preguntó: “¿Cuál es su problema?”. “No sé”, le respondí. “¿Desea encontrar a Dios?”. “No sé”. “¿Tiene fe?”. “No sé”. “No se preocupe, porque soy un sacerdote”, me comentó. “Estuve perdido durante años cuando presencié la llegada de Hitler a Austria, vi cosas terribles y me dije: ‘No existe Dios’. Ahora pienso diferente”. Me quedó mirando y vaticinó: “En el futuro, regresará a Roma y se encontrará con una gran sorpresa”. Y justamente tres días atrás me acordé de él y concluí: “¡Wow, tenía razón! Volví para interpretar a un papa”. Y eso me confirmó que, por supuesto, existe Dios.
¿En qué sentido?
Miré mis manos, mi cuerpo, que están envejeciendo, y reflexioné: “Por supuesto que existe algo más grande que nosotros; yo no soy nada, absolutamente nada”. Siento que mi vida ha sido un viaje que aún no logro comprender, aunque sé que una fuerza muy grande ha guiado mi existencia.
Vivo en California desde 1974 y no sé por qué decidí venir a vivir aquí años atrás, si bien algo dentro de mí me impulsaba a hacerlo. No vine por mi carrera, ni por dinero o algo por el estilo. Fue algo más fuerte, y ahora lo llamo Dios, porque encontré a mi mujer, la espiritualidad, tengo fe y soy más feliz que nunca. Me río más, porque todo esto es una broma; un día todos vamos a morir, tal como dijo Carl Jung: “Una vez que se reconoce la mortalidad, vemos el horizonte”. ¿Y cuál es ese horizonte? La muerte. Por eso me encanta estar vivo y no tengo tiempo que perder con personas amargadas o negativas.
Cuando crecía, ¿estaba familiarizado con el catolicismo?
Recuerdo que conversé con un sacerdote hace alrededor de treinta años y que, aparte de sacerdote, era psiquiatra. Me preguntó qué me atormentaba y le contesté que quizá debía convertirme al catolicismo. Me dijo que lo pensara y me puso en contacto con otro sacerdote, también psiquiatra, que me preguntó por qué quería ser católico. Le respondí que no lo sabía. Me explicó: “No es un proceso sencillo, es como querer convertirse al judaísmo, tienes que ‘practicar el catolicismo’”, y volvió a preguntarme cuál era mi problema. “Me siento culpable de algunas cosas”, le contesté. “Eres humano, por lo cual olvídate de tu culpabilidad”, dijo. Y entonces se dio cuenta de que yo tenía serios problemas a raíz de mi alcoholismo (Hopkins dejó de beber en 1975 y asiste regularmente a las reuniones de Alcohólicos Anónimos).
De niño, ¿sabía algo de la iglesia católica?
No, mi padre era ateo y mi madre agnóstica; nunca fui a la iglesia. Pero entraba a iglesias en Nueva York cuando no me sentía bien, como, por ejemplo, a la catedral de San Patricio. Y en Israel visité el Santo Sepulcro, un lugar que me afectó mucho, sobre todo cuando vi a las monjas postradas en el suelo.
Al regresar a California, estaba en San Francisco haciendo una película con Goldie Hawn, en 1973, cuando encontré el libro de Viktor Frankl titulado “El hombre en busca de sentido”, acerca de su sobrevivencia en Auschwitz, en el que cuenta sus experiencias después de la muerte de su esposa en las cámaras de gas. Al leerlo, algo comenzó a moverse dentro de mí, aunque pasé otro año más en el infierno adictivo del alcoholismo. Hasta que, finalmente, tuve una revelación acerca de mi vida. Y me di cuenta de que me habían aceptado, pese a que no creía merecerlo. Y lo que sucedió –algunos lo llaman gracia– es que llegó el momento de escoger entre la vida o la muerte. ¿Qué es lo que deseas? Y yo opté por continuar. Todo lo demás quedó atrás; ahora vivo con un propósito. Nunca olvido ese momento.
Me imagino que a veces llora…
Lloro todo el tiempo. Creo que, a medida que envejecemos, vamos mostrando más de nuestras emociones. Recuerdo que a los 7 años viví una experiencia espantosa, porque la persona más cercana a mí le había hecho algo terrible a un animalito inocente. Ahora, cuando lo recuerdo, aún me dan ganas de llorar. Pero hace algunas semanas decidí que no debía juzgar a la persona que lo hizo y la perdoné, y me perdoné a mí mismo por juzgarla, porque ella no sabía lo que estaba haciendo.
En esta etapa de mi vida, me encuentro sacando el papel mural que queda en mis paredes internas y, cuando lo hago, bajo mi última defensa, lo que me duele profundamente, y lloro y lloro. Pero no se trata de depresión, aunque es doloroso y vergonzoso, porque se supone que “los hombres no lloran”. De viejo, todo me conmueve. Cuando miro a mi gato, a un perrito que recientemente rescatamos, me corren las lágrimas. Pero, después de llorar, me siento mejor.