Uno de los lugares más visitados y quizá menos conocidos en cuestión gastronómica es Ica. Prodigiosa tierra donde abundan dátiles y pecanas, variedades de menestras y frutos de mar. Más allá de sus piscos y vinos, su cocina local permanece escondida, o tampoco nos preocupamos tanto por desempolvar sus recetarios. Esa posibilidad de corredor enogastronómico, que además tiene naturaleza, cultura viva y arqueología, descansa a vista y paciencia de los viajeros, las autoridades y muchos locales con emprendimientos que hasta ahora no saben cómo ponerse de acuerdo para hacerla florecer.
Por Paola Miglio/@paola.miglio
Sé que varios ya fueron a las Ballestas, comieron conchas en Paracas, visitaron las líneas de Nasca y un par de bodegas iqueñas. Sí, sí, también sé que fueron a la Huacachina, que juerguearon en las fiestas de Halloween/Canción Criolla en Chincha (porque al final era un mix de rompe y raja) y se treparon a un arenero para vivir la adrenalina dunera. Ahora, ¿se imaginan todo eso en una ruta integrada, con la participación de bodegas de vinos grandes y pequeñas, restaurantes y huariques, propuestas de menús degustación que ponen en vitrina los insumos nacionales y pisco y, por supuesto, pisco? Como suele pasar en el Perú: tenemos la materia prima, pero muchas veces nos gana el tema de la gestión y el ego.
Hace unas semanas visité Ica nuevamente, una tierra de donde es parte de mi familia y a la que solía ir con frecuencia hace ya varios años. Allí pude descubrir esas paciencias adictivas; desiertos infinitos que cambiaban de estructura con el avance del auto para desembocar en un mar puro de pesca abundante; tuve nutritivas conversas con el desaparecidos Miguel Angel Yica, El Griego (también comí las más maravillosas conchas de abanico que preparaba a la orilla del mar); navegué por desiertos hasta encontrar oasis escondidos; y me interné en el misterio de los geoglifos de Palpa, en el sabor de sus naranjas, en sus gigantes y rojos camarones y en las bondades de sus dulces de mango. Más al sur, el algarrobo centenario y, en Nasca, los acueductos y misterios de Cahuachi, nutrieron mucho más mi panorama. Sí, sí, también fui a las líneas, pero eso no es lo único que hay. Entonces, me sigo preguntando, luego de volver y ver tremendo crecimiento enológico y aquel pisquero que trata de mantenerse a flote, ¿qué falta para articular un corredor que muestre lo que verdaderamente es Ica al visitante? Sobre todo, ahora que el ojo está puesto en sus vinos tradicionales y naturales, y que la propuesta hotelera y de haciendas se ha fortalecido y se perfila como ruta de escape cercana y de presupuestos no descomunales.
Lo curioso que podemos ser para unas cosas y lo desinteresados que podemos ser para otras (o negados, cuando pensamos que lo único que tenemos de espectacular e importante para mostrar al mundo es Machu Picchu). Puede que el tema de los gobiernos regionales no ayude, ni el estatal, pero tenemos ejemplos claros en países vecinos de cómo privados organizándose y, de alguna manera, extendiendo lazos con lo público, han logrado sacar adelante interesantes trayectos que apuestan por un turismo responsable, que integra no solo los clásicos, como paisajes y rutas arqueológicas, sino además incluye vino y comida y cultura. Y, por qué no, peregrinación (la Beatita y la Melchorita andan por el camino). Quizá este anhelo tan mío, cierto, pero tan evidente, algún día se logre, y en lugar de escuchar a mis amigos contarme emocionados que se van de bodegas a Mendoza, lo hagan porque se van a Ica.
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