Entrando a la Reserva de Paracas, siguiendo el camino al puerto San Martín y pasando playa Atenas, hay una pequeña caleta donde se encuentra el campamento Paraíso de Anahí Morcos y Luis Verau. Allí no solo crían conchas de abanico, sino que además se preocupan por su adecuada reproducción y ofrecen la oportunidad de participar en la aventura. Ser parte de la experiencia al completo.

Por Paola Miglio (@paola.miglio)

Kevin se encuentra desenredando las conchas de abanico que sube su padre, el Cachorro, buzo experto que se encuentra sumergido en el mar de la reserva, ahí donde están los criaderos del Paraíso. Un jardín submarino en el que la vida trancurre en paralelo. Entre las conchas, de buen tamaño, hay cangrejos y unos cuantos caracoles que sirven también para los cebiches, o si son muy pequeños se devuelven al mar. Kevin y Cachorro trabajan junto con Pablo Pérez, experto maricultor y fiel vigilante del pequeño y cálido proyecto Paraíso que se ha venido gestando ya desde los ochenta gracias al ahínco de la familia Morcos y Luis Verau.

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En franjas que corren al lado de la orilla hay 10 hectáreas de concesión de área acuática. Amin Morcos, ingeniero pesquero de ascendencia palestina, logró desarrollar ya desde los ochenta un criadero de conchas de abanico que su hija Anahí mantiene con la escencia de su fundación: cuidando el entorno y enganchando con el lugar sin perturbar el hábitat que los acoge. Amin llegó a trabajar en la fábrica de harina de pescado del frente y vio la oportunidad de establecer el primer criadero. Hay dos formas de lograrlo, para la primera, si hay profundidad, se cuelgan jaulas que parecen linternas suspendidas con compartimentos, las conchas van creciendo y ocupando más área. Demanda mucho trabajo e inversión, pero es una manera muy controlada de criarlas.

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La segunda, por la que se inclinó Morcos, es que como la bahía tiene un fondo mucho más cercano y el criadero está entre tres y cuatro metros de profundidad, no se necesita colocar jaulas y se usan corrales, paredes de malla de poco más de un metro de altura (para evitar que las conchas se escapan pues se impulsan con las valvas) y un perímetro que se divide y donde se instalan los semilleros. “Se aplica una técnica especial circular, y luego de siete u ocho meses llegan al tamaño comercial”, explica Luis, mientras Pablo hábilmente nos muestra cómo se abre y limpia una concha, cuyo impactante set de ojos es lo primero que se desprende. Un dato, si bien todo el mundo se emociona y aloca por la conchas jumbo, son las de tamaño más pequeño (y permitido) las que concentran mayor dulzura y sabor: un plato servido en una mesa a la orilla, al lado de la casa matriz de Paraíso, nos invita al festival: conchas con la sal del agua de mar, morderlas desde la raíz, arrastrarlas con los dientes, coral y tallo, y en eso una bocanada de brisa, frescura y leve mineralidad que permanece. Hay limón, ajicillos, shoyu, pero no son necesarios. Es ahí donde se entiende dónde estamos. Porqué es válido el trayecto y porqué nos quedaríamos varios días sentados mirando el mar quieto, remojando los pies, comiendo conchas sin nada al borde del mar.

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En la zona antes también había abudancia de pulpo, pero la fiebre del pulpo bebé casi lo exterminó. Hoy quedan las conchas de criadero cuando las corrientes lo permiten, esas que se reproducen y alimentan solas. Los cangrejos peludos. Los caracoles gigantes. La capacidad de los Morcos-Verau de mantener el lugar casi prístino y acogedor es encomiable. Ahí se pueden quedar de campamento si lo coordinan previamente, hacerse a la mar a cosechar, dormir bajo las estrellas en su velero y viajar hasta la cercana isla de Chincha en una travesía que no van a querer que acabe y de la que al menos, nosotros, no queríamos volver. 

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