Una revisita a un restaurante de pescados y mariscos que logra mantenerse al día, siempre cambiante, siempre consistente. La Mar muestra ese repertorio marino con responsabilidad y cuidado, aunándolo a preparaciones clásicas y tradicionales de nuestra costa.
Por Paola Miglio
La película que cubre cada pedacito de huevera es delicada y se quiebra fácil. Ligera, no diría que inexistente, porque eso le perdería el juego a las piezas que lleva dentro, jugosas, tiernas, de lenguado fresco. Es una delicadeza a la que no se puede acceder siempre, pero de cuando en cuando se da la oportunidad. Las de bonito me siguen brindando más carácter y juego en el paladar. Para tomar nota. Desaparecen así los chicharrones que llegaron a la mesa acompañados de salsas y ajíes, yucas suaves y crujientes, y que son el anticipo de una fiesta en La Mar.
La Mar es una cebichería en la que, más allá de insertos eventuales, predominan la pesca del día y la temporada. Su constancia y evolución en la mesa pesquera han hecho que logren incorporar trazabilidad en su día a día, sin seguir vedas a rajatabla y aprovechando el pescado por completo mientras se pueda, el marisco fresco y el producto casi sin enmascaramientos (seguimos pensando que los tiraditos no necesitan de tanta salsa encima). Así ocurre con la bandeja de mariscos de estación, que incluye desde navajas hasta almejas cuando están en la talla justa. Limón, quizá sal y un ají que acompañe para no perder la costumbre. O cuando llega el cebiche de erizos, lenguas dulces y apenas alimonadas que permiten mostrarse marinas y frescas. Luego, el muchame de bonito, como el de antaño, con palta y tomate, es el bocado ideal para arrancar despacio.
La contundencia no ha retrocedido ni por la pandemia. Las generosas porciones dan para compartir sin mellar la calidad del producto y su ejecución. Hay un equipo bien ensamblado que va desde la cocina a la sala, y eso se refleja en la mesa. Por eso quizá La Mar haya alcanzado fama de lugar de gozo y celebración, y no solo de paso apurado por un cebiche y una cerveza, que también se propone fresco y sabrosón. El clásico, con el rocoto despepitado, que no hay que confundir con tomate nunca. Pero los peruanos ya lo sabemos.
De los fogones sale la cachanga, ese pan casero plano que permitió siempre diversas inclusiones (las lambayecanas con pedacitos de chicharrón que venden en las panaderías de la ciudad norteña son bastante adictivas) y que hoy se anima con conchas gorditas y jugosas. De ahí también emerge otro marisqueado, la sopa seca quizá es el plato que brilla más, por su suculenta base y la intensidad que le brindan los mariscos. El arroz chaufa, cumplidor y arrebatado en frutos de mar, y el sudado, el cierre perfecto con pescado que se desprende sin perder firmeza y vegetales en punto que se pueden masticar. Un derrumbado de chirimoya y manjar, y picarones crocantes que aplastamos para que se embeban de una miel fragante. Ya saben qué pedir. Las largas conversas y risas las llevan ustedes, porque sin eso no hay La Mar completo.
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