No volvía al Museo Larco desde hacía ya tiempo. La lejanía para la practicidad del día a día a veces te hace olvidar que hay lugares mágicos en medio de una ciudad caótica, que especialmente en invierno necesita vegetación, arte y buena cocina, esta vez bajo la mano y sazón del joven chef Ricardo Ehni. ¿Cómo ha revolucionado el café de tan emblemático espacio?
Por Paola Miglio (@paola.miglio)
Ricardo Ehni sabe que no está manejando la cocina de un café cualquiera. Que lo rodea no solo parte importante de nuestra historia, sino también una atmósfera encantadora que tiene que maridar con la propuesta de la carta. Que esta no puede ser tan atrevida (al menos todavía), pero sí lo suficientemente innovadora y confortable, y en ese terreno moverse con lo mejor que su experiencia puede dar.
Ehni, quien ya antes nos había deleitado con un pequeño espacio miraflorino donde vendía productos de delicatessen muy bien escogidos, y otros caseros de muy buena factura, ha logrado remozar la sabrosura de platos clásicos poniendo énfasis en la calidad de los productos y en la ejecución más detallada. Recordemos que el Museo Larco es un lugar que recibe viajeros, y muchos esperan parte del repertorio nacional de nuestro recetario, así que el trabajo ha sido intenso por el lado tradicional, pero con inclusiones que aseguran la buena mano del chef.
Su cebiche de pato caliente, por ejemplo, donde el ave es cuidadosamente elegida de un productor que asegura su buena crianza y no trabaja en cantidades masivas. Eso hace que la carne sea de sabor limpio y jugosa, además de estar acompañada de un bien balanceado aderezo. Están las conchitas siempre tiernas (vigilaría el tono del dulzor para que no opaque su delicadeza e, incluso, colocar la opción con coral) y el lomo saltado, que se acompaña de un importante tacu tacu. Dice el cocinero que es uno de los platos más pedidos de la casa, y es que después de probarlo no hay arrepentimientos: un trocito de carne donde el tenedor se hunde fácilmente se une a una masa armoniosa de arroz y frejol, y los recuerdos de casa fluyen, los domingos entrañables.
El sudado moche de pesca del día es suculento; la pieza de carne no llega sumergida en un caldo tan suelto, sino más bien algo denso, para remojar el arroz blanco y crear un revoltijo amable y con sabor bien norteño.
Finalmente, por lo que comenzamos, un fresco solterito de quinua. He confesado numerosas veces que yo de la quinua solo soy amiga en atamalados y guisos, pero esta vez, fresca, graneada y ligera, fue una agradable invitación al cuchareo. El aceite de oliva y el limón se enlazan en su justa medida, y las habas, rocotos, cebollas y tomates animan cada bocado. Para esta vez, el cierre fue dulce y feliz.
El brownie de chocolate llega con helado y se sirve calientito, amelcochado, como para acompañar con el café. Y la crème brûlée es de buen sabor, aunque la textura pudo quizá soltarse un poco. Un paseo por el bar que alberga una gran cantidad de etiquetas de pisco, por no decir bastante impresionante (pueden elegir el que quieran para sus cocteles), y otro por los jardines cubiertos de helechos y buganvillas en flor reventando en color, terminan la visita.
Ah, pero antes, si aún no han visitado el museo, pues el paseo es obligado, sobre todo a la prestigiosa galería que alberga los huacos eróticos más celebrados de nuestra arqueología, en espacio nuevo y buena distribución. La apertura es desde el mediodía para el café, y no cierra sino hasta la noche.
Allí, entre exhuberante vegetación, luz cálida y leyendas que llegan con la brisa de la noche, se acogen las conversaciones y celebraciones más alegres. Esas que marcan un tiempo. Un momento especial.
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